La multitud

Las naranjas se van disponiendo en filas sobre los rodillos. Como una multitud que huye tras una bomba en un estadio las filas se empujan unas a otras en una cadencia irregular pero con secreta geometría. El sonido de las máquinas, secadores, carretillas y cintas invade el espacio de un sordo mugido que se ve acompañado de latigazos que rebotan en las paredes de las naves. Del primer lavado suben y bajan enloquecidas hasta ser clasificadas como objetos y no como organismos naturales. Las naranjas en su ciega carrera saltan como poseidas para situarse en la escala social de los cítricos, primera, segunda y a la peladora.

Rosana es un autómata más en el inmenso almacén. Sus manos expertas determinan la elección del montón que su trabajo mantiene en equilibrio. La caja, cumpliendo su función de horma, va llenándose de naranjas en capas ordenadas según los principios de la ancestral sensatez femenina. Trabajo de manos de madre dando sentido y orden al caos inicial.

"¿Treinta y cuatro años encajando?". Sin dejar de actuar el cuerpo de Rosana guiado por el subconsciente automático encahaba a toda velocidad mientras sus manos subían y bajaban al rítmo de la maquinaria. "Era sólo una niña", pensaba. Jamás le gustó estudiar, aunque tampoco su circunstancia familiar era favorable. Sus padres, agricultor y encajadora, respectivamente, entendían mal aquello de gastarse dineros en libros, objetos ajenos a un mundo donde sólo las naranjas eran importantes.

La luz cenital bañaba de un suave tono amarillo una instalación ya más parecida a una cadena de montaje que a los viejos caserones de antaño. Los robots aprisionaban cajas hasta ordenarlas en cuadrados compactos y las apilaban en el siguiente pallet. Las carretillas se encaminaban a toda velocidad entre el encajado y el muelle más allá de los pasillos donde decenas de mujeres se afanaban en ordenar a toda prisa el género.

Rosana vagaba por los campos de su niñez. Acompañada de Lucky el chucho diminuto que habían adoptado de cachorro escalaba bancales hasta llegar al viejo motor. A finales de septiembre podía, encaramada a la gruesa higuera, hacer acopio de pegajosos higos de pulpa suave, de miel crujiente. Un poco de agua de la fuentecilla que manaba del motor bastaba para lavar manos y boca. Según días podía bañarse los pies despreocupadamente.

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