De tal palo tal astilla

Pilar picaba la cebolla a toda velocidad. El ambiente de la cocina estaba impregnado de vapores aceitosos que parecía que alcanzaban hasta el mismo tuétano. Ese insignificante trabajo manual la liberaba del pasado. Si alguien podía llamarse feliz esa era Pilar. Empezar de nuevo con cuarenta y ocho años. Un nuevo paisaje, un nuevo trabajo de cocinera, un ecuatoriano feo y bajito pero amable y servicial. A sus ojos era lo más parecido al príncipe de los cuentos que por efecto de un beso pasaba de rana al más apuesto de los caballeros.

El motor rugía libre de toda cortapisa bajo la superficie nacarada del Audi quattro. Cerca de seis mil euros de accesorios especiales lo habían convertido en un híbrido entre el diseño original y la carroza de cenicienta. Cada vez que entraba en una rotonda ceñía su contorno con la precisión de un fórmula uno. El sentido de la estética de Carlos Jurado, “el Charly” por voluntad propia, nacía del submundo de las discotecas de horario nocturno completo. Un batiburrillo de colecciones de pastillas de origen desconocido, tatuajes polinesios, flores calcadas de la estética hawaiana del surf y dos o tres películas de héroes de ciudad al mando de automóviles potentes con rubia siliconada incluida en el pack. Se sentía especialmente orgulloso cuando toda la calle vibraba con música electrónica que se extendía en ondas como un sismo desde el interior forrado en cuero blanco. Parte de su papel era el de mantener una expresión dura, impávida, segura de sí misma, bajo el tejadillo de su flequillo erizado. Su estudiado papel era el del tipo duro que controla las situaciones. La agresividad latente en sus vigorosas hormonas se manifestaba en su manera de esquivar los obstáculos urbanos al modo de los videojuegos.

En los últimos años Pilar no reconocía a aquel adolescente brutal que apenas si se dirigía a ella para exigir de malas maneras ropa, comida o dinero. Carlos había sido un niño muy guapo. En la foto de comunión del comedor un niño de expresión angelical, vestido de almirante, juntaba sus manos con un rosario enroscado entre los dedos. Un fondo de azul apastelado completaba el conjunto de estética de estampa popular. Pilar quería pensar que fue entonces el momento en que empezó a cambiar, pero la realidad era que desde la guardería había sido un niño incontrolable para unos padres sin tiempo ni criterio.

Cada fin de semana enfilaba la carretera de la playa bañando el asfalto con una luminosidad azulada que confería a su amado coche del aspecto galáctico de una nave espacial. De tanto en tanto su mano pasaba de la palanca de cambios forrada en cuero a la entrepierna de Vanessa, la última de sus novias de falda corta y pelo teñido. Un corto recorrido de rodilla para arriba y una pulsión en sus genitales le hacía sentirse macho alfa a punto de confirmar su dominio de las hembras de la manada. Los viandantes apenas llegaban a adivinar desde atrás la silueta de los dos ocupantes entre los cuernos del toro de Osborne, ya que la percusión que emanaba del interior se perdía a gran velocidad entre las avenidas.

Charly era nieto de emigrantes andaluces y castellanos a partes iguales. En un suburbio donde el catalán se diluía entre acentos sureños reacios a toda inmersión lingüística jamás había renunciado a su tozudo uso de un castellano de tercera generación contaminado con inevitables muletillas útiles para llegar donde su pobreza mental apenas alcanzaba. Sin experimento orweliano de por medio, la pobreza de su lenguaje era espejo de la mediocridad de un alma refractaria a conocimientos y sensibilidades. De su padre, un peón de un matadero cercano y de su madre, una limpiadora de oficinas, apenas había aprendido las estrategias básicas del cariño y el respeto. Para él sus padres, los viejos, eran poco más que la teta de donde tirar cada vez que necesitaba un dinero extra. Su madre, Pilar, una belleza de los ochenta, había degenerado hasta ser una oscura sirvienta que agachaba la cabeza cada vez que padre o hijo le daban un empellón o le ordenaban traer el mando de la tele. Con su padre compartía una cerril pasión por el Real Madrid, su resentimiento ante los nuevos emigrantes y un machismo troncal, surgido de la médula generación tras generación. Precisamente por ser iguales hacía años que chocaban. Las bregas lo fueron primero como gallos de pelea a picotazos y últimamente como machos cabríos, uno afirmando su posición y el otro cada vez más crecido.
¡Marchando una de calamares! Gustavo, el joven camarero recién incorporado, ordenaba una nueva ración de tapas más allá de la mampara que independizaba la cocina del restaurante. Pilar sacó del congelador una bolsa repleta de anillos de color amarillento que lanzó al infierno de un aceite que burbujeó furioso. A Carlos le gustaban los calamares de niño, pensó taciturna. Una sonrisa se dibujó en el rostro del recuerdo. “Aquellas vacaciones en Peñíscola. Sí, la tasca que había bajo los apartamentos. Lo pasamos bien aquel verano”.

La pequeña habitación del Charly se asomaba al lóbrego patio de luces del bloque de apartamentos y por ello todo su mundo era cerrado e interior. De aquel espacio de camiones en miniatura y dinosaurios plásticos había pasado a los posters de coches tuneados, la minicadena, una catana reluciente, la televisión y el PC descargando gigas día y noche. De sus furibundas peleas con los hinchas del barça había pasado a las conexiones más o menos difusas con los skins heads. Sin ser un militante radical, había adaptado ciertos detalles de su vestimenta o había capturado dos o tres clichés que repetía más por inseguridad que por ser realmente superior. Cuando un negro, un rumano u otro sudaca entraba en la empresa cárnica donde padre e hijo acarreaban pesados costillares hasta los camiones, sus dientes rechinaban de rabia mascullando la frase “extranjeros de mierda”. A la hora del almuerzo miraba con desprecio la mesa de los recién llegados. Si alguno de sus compañeros forasteros mantenía el pulso visual se levantaba con arrogancia y obligaba al otro a bajar la cabeza.

El primer día que le levantó la mano y la descargó en la mejilla no le vino de nuevo. Meses de empellones e insultos la habían preparado. Un amor incondicional se había ido transmutando en una explicación vaga que lo exculpaba de su maldad pero que ni siquiera servía para revivir el cariño. De tal palo tal astilla, como solía decir el abuelo. Vanos intentos de obligarle a estudiar o a llevar cierta disciplina en su rutina diaria habían llevado a los primeros asaltos. El día que fue a hablar con el tutor para hablar de sus continuos altercados en el instituto coincidió con el primer revés en el rostro. “Tú a mí no me pides explicaciones”, le dijo el envalentonado quinceañero antes culminar su hazaña.

Más allá de las horas en el matadero su ilusión era el gimnasio. En su pequeño mundo de barrio, donde los músculos tenían peso y prestigio, era fundamental el trabajo con pesas, poleas y todo tipo de aparatos. Su obstinación, y porqué no, el acarreo de las inmensas patas de buey, habían modelado un cuerpo tan impresionante como aparatoso. Era el típico imbécil que cuando daba la mano, por pura chulería, hacía crujir las falanges más como advertencia que por simple cordial educación.

Pilar no era una mujer valiente, pero sí había heredado el sentido de la responsabilidad y el miedo a la soledad en un mundo que no perdona a los poco preparados. Su formación no pasaba de la primaria y saltos de casilla a casilla, de trabajo a trabajo desde los dieciséis años. Al llegar a casa sacaba fuerzas de su menudo cuerpo para atender colada, fregada, plancha y servidumbre a la tropa masculina. Durante años había mantenido el orden en un mundo en permanente caos. Padres enfermos, un hermano metido a camello siempre dispuesto a acudir a la buena samaritana, jefes, jefecillos, el bruto de su marido y finalmente Carlos…
Aquel sábado de luna llena recogió a Vanessa a la salida del centro comercial. Un beso con lengua como saludo y un acelerón quemando rueda delante de las compañeras de trabajo. Vanessa notó cómo una ola de orgullo por su chico le recorría el espinazo. Tan pronto como el coche arrancó el cristal pareció asumir el papel de pantalla de plasma de un videojuego de la play. La ciudad, sus rotondas y avenidas eran un punto de fuga con obstáculos huyendo a derecha e izquierda.
El parking de OzoNo era el punto de encuentro de la peña. Si había suerte con el portero se entraba. Si no la fiesta era afuera. Rafi siempre se traía unas cuantas garrafas cargadas de licores de segunda o tercera que sisaba de la destilería donde trabajaba. Brebajes químicos con los que saciar un mundo feliz de fin de semana. Vasos de plástico preparando el cuerpo para una de tantas noches desenfrenadas. Ellos filosofaban sobre fútbol o admiraban los nuevos accesorios de los amiguetes. Ellas mucho más sutiles se encerraban en ese compacto mundo femenino entre intimidades, críticas y cuestiones de estilo.
Cuando el inmenso BMW negro entró en el recinto el Charly arrugó el ceño indignado y le lanzó una mirada torva. Aquel imbécil polaco entrando en SU territorio. Lanzó el cigarro al suelo y lo machucó con la punta de la bota. Tomasz era un hijo de polacos criado en España desde la infancia. Su padre había sabido adaptarse a las circunstancias del país gestionando cuadrillas de temporeros que pasaban de Lérida a Valencia y de allá a Alicante o a Cartagena al ritmo de las cosechas. Las cosas no le habían ido mal y con algunos trapicheos mafiosos por medio disfrutaba de una buena posición que se traducía en varias berlinas alemanas y un chalet unifamiliar en una buena urbanización. El Charly y Tomasz no era la primera vez que chocaban desde los años del instituto. A pesar de hablar perfectamente el español Tomasz se había integrado en una peña de inmigrantes, en su mayoría de países del este, unidos más por necesidad de fuerza conjunta que por afinidades nacionales. Cuando se abrió la puerta una larga pierna se desplegó con coquetería delante de las decenas de curiosos poniendo el bolso, más por estética que por pudor, como parapeto a su ropa íntima. La tipa no estaba nada mal. Muy al gusto de Tomasz. Rubia, fría, ojos azules y talle de formas discretas. Nada que ver con la sensualidad mediterránea. Tomasz vestía de negro con cazadora de piel y suéter de cuello cisne. El pelo casi rapado y como única muestra de coquetería un arete en el lóbulo de la oreja.
Con la chulería que da el dinero la pareja apenas se detuvo a saludar a los fornidos vigilantes jurados. Con servilismo del que sabe que llega el negocio el propietario de la discoteca les cedió el paso con sonrisa de lameculos.

Pilar salió al callejón trasero del hotel y sacó un cigarrillo. Apoyada en la pared miró el mar al fondo, encajonado entre dos bloques de líneas en fuga. “Se veía venir”, pensó. “Ya le dije yo que llevara una vida más ordenada.” Su muerte no le había causado más que un sordo rumor interno, apenas una comezón entre un sentimiento de liberación y alivio. “¿Seré una mala madre?” Se preguntó al descubrirse bien después de todo.
Desde el parking la tropa proletaria miró la entrada con tanta envida como odio larvado. “Mirad los mierdosos esos, los dejan pasar sin más”. “¡Hay que joderse! ¡Mierda de jilipollas!. ¡Ooostia, España para los españoles!” Charly seguía en pose torva. Mirando la puerta con fijación agarró de la mano a Vanessa y se dirigió decidido a la puerta. El portero se interpuso y les tuteó arrogante. “Charly, hoy no entras”. “Toni, no seas borde que has dejado entrar al polaco”. “Charly, no te perdono la del otro día, el pollo que me montaste no te lo paso”. Charly tiró de la novia hasta encontrarse con la garra del portero. “Joder, tú no me tocas, mamón”. De la trastienda surgieron dos gorilas con camiseta ajustada con el logo del local y formaron una barrera que Charly entendió como infranqueable. Humillado y como perro con rabo entrepiernas volvió furioso con sus amigos. Rafi cortó de raíz el primer comentario jocoso que le vino a la mente ante la mirada gélida del Charly. Un pequeño concilio y la horda se acercó al indefenso BMW. Entre saltos y patadas abollaron puertas y capó y dos piedras acabaron con el parabrisas y uno de los cristales laterales. A toda prisa corrieron a los coches con los gorilas acercándose desde el otro extremo del parking. Tomasz había sido avisado y salía furioso no lejos del primer grupo que había salido a la caza. “¡Ha sido el Charly!” llegó a decirle Toni. Con su abollado vehículo salió a la carrera enfilando la larga recta. A lo lejos distinguía el Audi tuneado sorteando obstáculos a la carrera.
Vanessa estaba realmente horrorizada, “Charly joder, imbécil, mira lo que has hecho, nos vamos a matar”. Charly ceñía al milímetro el asfalto como tantas otras veces en el San Andreas, sólo que esta vez no llevaba ni el subfusil ni podía atropellar a todos los viandantes que aparecieran. El primer aviso le llegó en el semáforo. Por muy poco no se estrelló contra una furgoneta blanca que empezaba a arrancar. Tomasz aprovechó la sorpresa en el cruce para robarle uno segundos. No calculó bien y el coche dio un salto al pisar el bordillo de la mediana. Un toque de volante y otra vez a la carrera. Ya en la recta, afuera del casco urbano, Charly presionó el acelerador a fondo, con mucha más fuerza de la necesaria para que el vehículo respondiera. A doscientos kilómetros por hora los pocos vehículos que a esas horas circulaban parecían acercarse marcha atrás. Cuando se daban cuenta del adelantamiento ya el Audi se alejaba raudo. Sin tiempo a recuperarse el maltrecho BMW les esquivaba a la misma velocidad demencial. El claxon no bastaba como protesta puesto que a esa velocidad nadie podía escuchar nada. En unos minutos llegaron al siguiente cruce donde Charly intentó zafarse, pero Tomasz ya estaba demasiado cerca como para no ver los movimientos y poder seguir la caza. Vanessa en su asiento de copiloto aullaba desesperada entre lágrimas. No sabía si increpar, pedir o simplemente saltar a la primera oportunidad ¡Para cabrón que yo me bajo, para, por favor, para! En la carrera desesperada la lotería de las probabilidades iba cercando cartas posibles para un derrape, un vuelco o un atropello. Finalmente la marca bávara impuso la potencia de sus cilindros y Tomasz alcanzó por la izquierda al Audi. Un brusco frenazo y el Charly consiguió la ligera ventaja de dejar a su perseguidor adelante. Giro marcha atrás y recorrió de nuevo tres de los kilómetros de la carrera. Justo donde las primeras curvas se aferran a la loma del castillo sintió el aliento de lobo del perseguidor. Intentó la maniobra anterior, pero esta vez no contó con un tercer vehículo que lo embistió por detrás. Su coche giró justo lo suficiente para dar por la derecha al BMW, el cual derrapó y dando un trombo quedó en mitad del carril contrario. Un cuarto coche acabó estrellado contra la berlina negra.
Charly llegó a ver el cuerpo de Tomasz tendido en el asfalto y Vanessa saltando el quitamiedos sin parar de aullar. De los otros dos vehículos, un viejo Ibiza blanco y un Ford salían como alma en pena varias figuras recortadas por las luces de los coches que atropelladamente iban frenando. El cerebro empezó a desconectarse de su cuerpo mientras una frase rebotaba como un eco entre las cavidades neuronales. “Polaco de mierda, polaco de mierda…”
Pilar recordaba el entierro un frío día de otoño. No salieron lágrimas de un alma seca por el dolor. Ni siquiera tuvo una palabra con su marido. A la hora de incorporarse al trabajo salió con su maleta camino de la terminal de autobuses. Media península hasta una playa malagueña y una nueva vida cerca del mar. A veces su vida anterior le parecía simplemente un mal sueño. Nada importaba ya el pasado. Cuando andaba camino del hotel a media mañana sentía el calor del sol y la ilusión en un presente que no dolía.

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