El sueño de los justos

Aquel sonido inquietante llenaba la mañana de invierno. Desde la cercana torre de la iglesia de San José ululaba lúgubre y estridente la sirena. Tomás miraba con curiosidad las alocadas carreras de los últimos vecinos que en carrera atropellada alcanzaban la entrada del refugio. Construido de forma casi artesanal por los obreros del comité popular de la UGT ,era poco más que una oscura conejera donde morir aplastado por la compacta tierra arcillosa que los aluviones del cercano río dejaran millones de años atrás.

Tozudo como una mula se había resistido durante meses a las súplicas de la familia para correr con ellos y refugiarse de los bombardeos con que el bando llamado nacional castigaba la retaguardia republicana. Con ochenta años ni podía ni quería acalorarse con el aliento de la muerte. Si no era por la guerra sería por un catarro mal curado o de viejo. Toda su vida había sido tratante de caballos y por ello su casa apenas distaba unos metros del mercado de abastos donde los labriegos de la comarca acudían con sus hortalizas y aprovechaban de paso para realizar eventuales tratos de compraventa de ganado.
Allá, cerca de los tinglados, acariciado por el tibio sol de invierno,levantó sus ojos de camaleón arrugado y escrutó el cielo buscando la silueta de la pava. El Heinkel-46 apareció súbitamente sobre los tejados y dio un giro de casi 180 grados sobre la extensa plaza. El aviador, un italiano llamado Giuseppe Galazza, miró la ciudad pasando veloz bajo las alas. Originario de Sicilia reconocía el paisaje natural del Mediterráneo en aquellas casas apiñadas como un zoco moruno. Una superficie ondulada de tejados árabes y frescos patios ocultos, salvo desde el aire, a toda intromisión ajena. Con cierta curiosidad podía ver el escenario vacío de personajes con la excepción de fugaces sombras de algunos rezagados corriendo a buscar cobijo. Siluetas huidizas, apenas entrevistas, como los conejos que años atrás cazara con su padre.

En esos momentos de la guerra la desbandada de tropas se estaba produciendo en el cercano puerto y no existía ninguna capacidad antiaérea. Apenas algunos escopetazos desde la dársena cuando la pava descargaba sobre los maltrechos restos de las instalaciones portuarias. El vuelo hasta la cercana ciudad era casi más el capricho de un general de gabinete que una necesidad estratégica. Su objetivo era el nudo ferroviario donde, a esas alturas del conflicto, rompía el mar de heridos y refugiados huyendo de la debacle. Como un ave de presa, el avión recorría el paisaje de tejados con su mortífero regalo en precario equilibrio, siempre a punto de desencadenar el infierno.

El sol de la mañana proyectaba una sombra zigzagueante sobre los centenares de planos oblicuos y un contorno nítido sobre la plaza del mercado. El viejo, sentado en su silla de enea y apoyado en su bastón, pensó con amargura en la sinrazón de tantas disputas. De su abuelo ya escuchó los horrores de la guerra contra el francés, su crueldad innecesaria y la represión liberal que vino con el Borbón. Él mismo fue soldado en la tercera guerra carlista y vio partir a su segundo hijo para no volver más de Cuba. Su tercer nieto había muerto en algún lugar de Teruel y dos más andaban desaparecidos por algún lugar cercano a la frontera. Tomás sabía que de las proclamas patriotas sólo se podía esperar más y más fanatismo, anarquía, infamia moral o infortunios. De súbito un resto de fuego juvenil e indignación lo movió de su puesto de observador. Renqueando con su cayado se situó en el centro de la plaza y levantando los brazos quedó enfrentado a la trayectoria del avión que con un ronquido estrepitoso lo sobrevoló a toda velocidad. Desde la carlinga Giuseppe alcanzó a ver la silueta de la blusa negra recortando el pavimento de la plaza. Unas décimas de segundo le bastaron para ver que se trataba de un anciano. Con curiosidad hizo bascular el avión hacia la derecha y con un elegante giro sobrevoló de nuevo la plaza. Allá en el centro una silueta centenaria, más por su trascendencia que por su edad, se alzaba más exigiendo que suplicando el fin de todo aquello. Tomás sentía el aeroplano como la misma personificación del dios de la guerra y con pesadumbre que nada tenía que ver con la heroicidad alzó los brazos expuesto a todas las fuerzas de la mecánica bélica. Giuseppe sintió un extraño desasosiego que se tradujo en una y otra y otra pasada sobre la plaza. La pequeña figura iba tomando una dimensión universal y a la vez se personificaba en el propio abuelo del aviador. Un ensueño de trigales, un asno con alforjas de esparto. Abuelo y nieto recorriendo caminos pedregosos hasta los bancales cercanos. Butera, su pequeño pueblo, en la lejanía sobre los olivares apiñada bajo el castillo algún día de algún verano. A cada pasada la ciudad iba tomando la forma de su patria chica y el anciano se transmutaba en un sacerdote poderoso exigiendo a Marte el fin de tanto descalabro. Nunca hasta ese momento había sentido el peso de la conciencia en sus misiones militares. Visto desde lo alto todo parecía un juego bélico, una maqueta ferroviaria donde soldaditos de plomo sin alma caían fulminados entre espectaculares explosiones. Aquella pequeña figura plantada en medio de la plaza había tocado la fibra sensible del militar. El lugar de la conciencia donde cada ser humano es percibido como una parte más de uno mismo, la profunda patria del alma donde por fin cada vida que se pierde es parte de la propia muerte. Azorado tomó rumbo sur perdido en la comprensión de tantos años de bombardeos llevados a cabo con frialdad militar. La juventud había sido hasta este preciso instante el bálsamo que anestesiaba el dolor, pero un estado de lucidez se había impuesto en el piloto llenándolo a la par de deseos de paz tanto como de vergüenza por todo lo vivido. A lo lejos la silueta azul de la montaña se adentraba en el Mediterráneo. El avión roncaba furioso sobre campos, cañaverales, barrancos y colinas hasta cruzar en una exhalación la línea de costa con sus blancos rompientes adentrándose finalmente en el mar. Giuseppe como poseído por el conjuro del viejo soltó la última bomba en el mar dejando tras de si un surtidor de blanca espuma que cayó silenciosamente a lo lejos. Libre de cargas mentales y físicas decidió no volar a Pollensa, tomó rumbo sur y se encaminó hacia la costa africana. Cerca ya de las primeras playas bloqueó el mecanismo de dirección y dejó que el avión siguiera volando mar adentro mientras él descendía con su paracaídas cerca del puerto de Ténès.
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Giuseppe estaba sentado sobre una peña al borde de su pequeño bancal. A esa edad la vida era cada día un regalo. La esperanza ya no se cuenta ni siquiera en meses. Cualquier inconveniente segaría de forma abrupta toda la experiencia de sus noventa y tres años. En aquel momento nada le importaba. Disfrutaba como un viejo reptil del calor del sol de invierno que revivía todo su metabolismo. A lo lejos el milenario paisaje siciliano apenas mancillado por la apisonadora del mundo moderno. Tejados escalando sobre la colina hasta llegar a los pies de la vieja fortaleza. El mito del eterno retorno en forma de paisaje, siempre igual, siempre diferente. Una vida de ida y vuelta. Sicilia, España, África, Argentina y vuelta a los orígenes. Una modesta fortuna y una huida a tiempo en los años de los militares le había permitido reinstalarse en la tierra que le vio nacer. Toda una vida viendo el dolor desatado por la jauría humana. El ser humano jamás acababa de aprender, pero al menos Giuseppe podía morir en paz.

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