El asno

Estefan vivía en una vieja casita de huerta con paellero y parra. Los campos de naranjos se plegaban al desnivel en forma escalonada hasta morir en los cañaverales junto al río y por ello, la vieja casita tenía una excepcional vista sobre el cauce y los cercanos acantilados arcillosos que caían a plomada sobre el recodo que hacía el río antes de desaparecer tras la curva.
Sentado en una vieja silla de playa escuchaba la sordina del pequeño transistor a pilas enfrascado en la lectura de un best seller perdido en un parque de la cercana playa. No era fácil encontrar libros en su idioma y por ello lo tenía como un pequeño tesoro. Los perros rodeaban como esfinges a su dueño orgullosos de su papel guardián de la pequeña manada. De raza indeterminada habían adoptado a su dueño en diferentes encuentros a lo largo de toda la costa mediterránea. La larga peregrinación se había iniciado años atrás en una gran ciudad del norte de Europa. Estefan era entonces el coordinador de proyecto de una empresa fabricante de componentes para automóviles.
Su niñez en Münchhausen había sido feliz. Heredero de la primera generación de parejas surgidas de los niños de la segunda guerra mundial, se había criado en un ambiente luterano, conservador, estable y moderadamente próspero. Sus padres eran inconscientemente herederos de la tradición prusiana burguesa. Una vida ordenada y obediente. Dóciles caballos de tiro que tiran del carro sin cuestionar la pirámide de poder hasta acabar a la puerta del matadero.
Estefan había asumido el orden de las cosas sin mucha discusión. Pasó del jardín de infancia a la escuela primaria, al Gymnasium y después a una magnífica escuela técnica. Ordenado y eficiente había concluido el doctorado y se había casado con su novia de siempre. Sin destacar ni por arriba ni por abajo había ascendido en el escalafón a la velocidad del globo aerostático, sin prisa pero sin pausa. Todo parecía encajar a la perfección. A juzgar por las estadísticas podía ser la familia modelo en su mundo de casitas de ladrillo con jardín y banco en la puerta.
El mundo de Estefan, contrariamente a las apariencias, era como aquellas fachadas del Berlín de posguerra, apenas en pie con un interior en ruina. Su esposa vivía en un mundo de fantasía de dietas, cursillos de la universidad popular y reuniones del Termomix. Los niños, dos adolescentes rollizos, eran el producto de la desidia y el laisez fàire. Productos típicos de un mundo de padres ausente donde cariño y orden faltaban en el orden contrario a la abundancia de videoconsolas, televisores y dinero. A esas alturas de sus cortas vidas eran pequeños tiranos incontrolables. Una fuente de conflictos a la vuelta del trabajo que sólo sabían de pereza y ropa de marca.
Aquella mañana había revuelo en la empresa. La crisis había llegado a la fábrica de componentes para la cercana Volkswagen y se esperaba un recorte de plantilla. Estefan había sido incapaz de centrarse ni un minuto en el programa de CAD. En su mano derecha un bolígrafo daba vueltas como el bastón de una majorette mientras su vista vagaba por el paisaje gris de colinas repletas de abetos. Los camiones iban y venían de los muelles como pesadas orugas. Más allá la autopista aparecía paralizada por uno de los bloqueos habituales por las obras. Martin, el vecino de despacho rompió la burbuja inmóvil irrumpiendo súbitamente. Se ha confirmado, van a haber un treinta por ciento de jubilaciones anticipadas. Dos días y una escueta, amable y fría carta de despido para los diez ingenieros que formaban su equipo. Por primera vez en su vida se planteó el sentido de un mundo como aquel. Estefan se descubrió no como caballo sino como asno. Se plantó en el camino, tozudo introdujo sus pezuñas en la tierra y decidió rebelarse contra su amo. Aquella sociedad de mierda no iba a arrebatarle más su libertad. Salió buscando el sur hasta que el mercedes murió en un área de servicio de la autopista francesa.

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