Volviendo al "El Borró"

Dicen que el asesino siempre vuelve al lugar del crimen y es que, si nos es posible, intentamos volver a los lugares que tuvieron una significación o un impacto en nuestras vidas. No se qué me llevó al Borró, el Racó de la Cova de vuelta tras cuarenta años de ausencia. La excusa fue la fotografía que, es cierto, me tiene absorbido en la pasión compulsiva de obtener toda la belleza de un mundo efímero, pero la elección del lugar me rondaba por la cabeza ya hacía tiempo. Una mañana luminosa llegué al recodo de un río que pactó discurrir en paralelo con la montaña millones de años atrás. El cauce aparecía tan cubierto de vegetación que sólo tras caminar unas decenas de metros se abría lo suficiente para dejar ver el paisaje.


Damián Catalá, mi maestro, me regaló en 1974 uno de sus cuadros. Yo era nadador y había conseguido mejorar mi record y bajar de 1:20. Damián decidió premiarlo y, ceremonioso, escribió la dedicatoria y el motivo en el reverso del liezo. Once años, toda una vida de ilusiones y la esperanza infantil de que siempre le vamos a ganar la partida a la vida. El cuadro quedó en depósito en casa de mis padres durante décadas. Su imagen quedó asociada a los recuerdos de un niño que pintaba su cuadro en media hora y se lanzaba emocionado a escalar los inmensos peñascos que como islas de un paisaje oriental surgían de la poza que en ese lugar formaba el río. El agua, aquel invierno que yo recuerdo, era cristalina, de un suave verde que bañaba un fondo rocoso barnizado de destellos de luz. El acueducto era para el niño tan natural como cada piedra o cada árbol. A esa edad uno no se pregunta. El adulto, por el contrario, llega con todo el conocimiento de una vida y admira los inmensos arcos ojivales clavados en la piedra, la tremenda proeza de nuestros antepasados o el destrozo de restauraciones baratas y sin gusto.


En una ocasión llevé a una de nuestras sesiones una cajita de madera donde guardaba mis tesoros de niño bajo llave. Había pintado sobre la madera, entre otros dibujos inocentes, una cruz gamada con absoluta ignorancia infantil sobre su significado. Fue la única vez en la que Damián me amonestó con severidad. Yo no entendía nada, pero él había sufrido la Segunda Guerra Mundial y los descalabros causados por el fascismo y con autoridad de maestro deseaba plantar en mi mente joven la semilla de un futuro libre de ese horror.


El molino, ahora se gracias a Internet que es el Molino de Fayos, sigue varado en su rincón. Me sorprendió verlo rodeado de árboles y plantas ya que en mis recuerdos la falda de la montaña no tenía apenas vegetación. Cuarenta años dan para crecer mucho y el inmenso caos del cosmos engulle la realidad y la transforma. Es nuestro cerebro el que vive anclado en la información y la realidad paralela de los recuerdos del pasado. La perspectiva vital con la que contemplo el paisaje ya es mayor que las tres décadas en las que Damián vivió exiliado en Francia. De niño percibía su exilio como inmenso y ahora me doy cuenta que es tanto como los años que han pasado desde que estudié en la universidad, como los años en que dejé de ver a mis amigos de la adolescencia que no me parecen tantos. Ahora empiezo a comprender los sentimientos que debió experimentar Damián al volver a su amado mundo de la infancia y ver las cuchilladas con la que se desgarró la tela de la huerta o la línea de la playa.


El sol poco a poco superaba el acantilado y acariciaba con dedos trémulos las copas de los árboles y las cimas de los peñascos de la poza completamente seca como un mar lunar. La hierba se perdía entre aureolas brillantes siguiendo río arriba un cauce casi ahogado por los cañaverales. El aspecto idílico se contrariaba al ver las urbanizaciones que han construido sobre la montaña y que dejan ver sus tejados por encima de las crestas de los farallones. Sigue siendo, no obstante, un rincón encantador para sumergirse en una paleta de verdes, ocres, morados y azules sobre un lienzo en blanco. Tal como hacíamos en el pasado. La mente vagaba en las vivencias atesoradas, en aquellos días en que el sol corría por el cielo cambiando las sombras y los colores hasta que mi padre llegaba y nos llevaba a comer al bar de Pascual "coques de dacsa". Sabores, olores, imágenes, recuerdos...


Volví pasos atrás hacia la carretera. En las décadas que habían transcurrido alguien había construido en un pinar anejo al cauce una casa que yo no recordaba de mi niñez. Estaba abandonada y en venta. La puerta estaba entreabierta y me adentré unos metros en el túnel arbóreo. El jardín era un caos de abandono, maleza y basura. Los muros estaban desconchados y la puerta metálica verde dejaba ver el óxido que la corroía. Algo que no existía en mi pasado ya estaba en plena decadencia.  Esa era la verdadera medida del tiempo pasado.


La triste verdad de la vida humana es que no somos propietarios del paisaje aunque seamos conscientes del mismo. Somos transeúntes que apenas lo habitamos un suspiro, lo transformamos y nunca llegamos a verlo estable. Las imágenes están llenas de fantasmas. Los sueños y las vidas de los constructores de molinos, acueductos, riu raus, sendas, torres, palacios, acequias, humildes muros, caminos, iglesias, casas o puentes siguen resonando entre el Monduver y la Safor. Seguro que ellos tuvieron, como yo, la ilusión de un mundo que les pertenecía. Pusieron toda su creatividad y sentimiento en obras que hoy yacen como un juguete roto cubiertas de líquenes o mancilladas por un grafitti. Hemos creado una civilización efímera basada en la destrucción del pasado y no tenemos en cuenta casi nunca el respeto merecido al ingenio de nuestros predecesores. Desde esas viejas fotos en blanco y negro sus personajes nos miran y reclaman su derecho a existir, el derecho a un paisaje que les pertenece tanto como a nosotros y a los que nos sucederán. Seguro que ellos amaron nuestra tierra y nosotros tenemos el deber de respetar su sentimiento. Es tan cierto que el paisaje es el patrimonio de nuestra memoria como que la memoria colectiva está presente en la suma de todas las obras que perviven de un tiempo que se nos escapa entre los dedos.

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