El eclipse


La rutina diaria era siempre la misma. Oíamos la sirena y a los trabajadores de la serrería Martí entrar en el taller en el mismo momento en el que nos levantábamos. En la mesa de formica azul de la cocina tomábamos un tazón con leche y a lavarse la cara, peinarse y darse un buen chorro de Royale Ambrée, la colonia de mi madre. El camino era repetido una y otra vez a la ida y a la vuelta, San Ramón abajo, Curtidores a buena marcha entre las pestilencia del cuero aventándose y al llegar al paseo una carrera hasta la puerta del colegio. En la entrada hubo durante mucho tiempo una zona de tierra, llena de pequeños hoyos, donde muchos de los niños se entretenían jugando a las canicas.

De párvulo había sido alumno de Escolapias, ya que éstas permitían que los chicos asistieran a su colegio antes de que representaran el fruto prohibido demasiado al alcance de las mano de sus alumnas. Fue en algún momento de la primavera en la que me llevaron a pasar una especie de examen de admisión donde pude probar que sabía lo mínimo para integrarme en las clases. Me recuerdo a mí mismo recorriendo la galería superior del patio de armas acompañado del Padre Montalva. Las golondrinas ejecutaban una furiosa coreografía de curvas mientras sus chillidos se quebraban en ecos contra las paredes del vetusto Palacio. Fui admitido en el que sería mi colegio hasta la adolescencia.

El patio del colegio de los Jesuitas era el de arriba , cubierto de baldosas y cerrado por el edificio y por un muro de obra que dejaba ver una larga palmera en el jardín de abajo. Por entonces, toda la majestuosa arboleda que lindaba con el río estaba reservada al solaz de los religiosos. El colegio se ubicaba en los locales construidos encima de las antiguas caballerizas o la nueva iglesia y la escalera que los comunicaba con el patio tenía una puerta que se abría justo donde las dos naves en L de la capilla principal y la lateral se  encontraban. En los primeros años la misa era diaria y al son de los himnos religiosos entrabamos cada día en las arquerías de la iglesia para empezar el día preparados espiritualmente. Hace años decía que ya tenía unas cuantas misas pagadas y no hacía falta ir todos los domingos, ahora ya creo que debo unas cuantas.

Los profesores del Palacio eran producto de su época. De tanto en tanto se les iba la mano con los castigos físicos, a saber, tirar de la patilla, castigarte con los brazos en cruz y cara a la pared o un cachete. Parece que en mi generación ya no estaba bien visto el castigo físico duro porque por lo que he leído era moneda de cambio diaria sólo unos años atrás. Don Abelardo, Don Vicente Rocher, Don Luís, Don Jesús, Don Antonio... Uno a uno, cada año, nos tocaba compartir el curso con ellos tanto como ser corregidos a las buenas o a las malas si no cedíamos. Por entonces la ratio tenía poco valor ya que en caso de necesidad se recurría a la fuerza y sin contemplaciones. Suspender o ser expulsado eran palabras tabú. Amenazas creíbles ante unos padres que inevitablemente iban a dar la razón a los profesores. 

Todavía recuerdo los grandes ventanales que dejaban entrar la luz por el sur y por el norte, el paisaje quebrado de tejados y el perfil de las cuatro figuras que coronan la balaustrada del ayuntamiento. Inevitablemente las asocio a un cielo encapotado, posiblemente porque era la primera imagen de un quince de septiembre al volver de las vacaciones del verano. ¿Por qué siempre llovía ese día?

Tendría yo ocho años más o menos. Mi padre, aficionado como era a la lectura y la ciencia, me anunció que durante la mañana iba a poderse ver un eclipse. Pomposo me anunció todos los detalles del evento y cómo podría ser visto si se estaba provisto de un cristal ahumado. No se volverá a repetir uno igual hasta de aquí veintisiete años me dijo. Hice mis cálculos y pensé abrumado que tendría treinta y cinco años en la siguiente ocasión.

Yo vería por entonces a mi padre como un gigante de sabiduría, la perfección encarnada en una persona. A fin de cuentas los padres son el primer modelo de adulto cuando son buena gente y a falta de otras referencias son el cúmulo de virtudes de un mundo que confiamos será perfecto y bondadoso. 

Mi padre era, en ese sentido, un hombre encantado con los inventos. El hecho de tener un taller le permitía fabricarme cachivaches únicos o arreglar aquello que se rompía. Que recogía dos palos de un bastidor de tela agotado de casa Ferragud, pues sólo era ir a la tienda y mi padre los clavaba y hacía una punta hasta que yo, ufano, salía a la calle mayor como un caballero andante con su espada. Podía hacerme un juguete de ingenio de alambre, regalarme una piedrecita de cristal tallado, para mí tan valiosa como un diamante o regalarme un eje de volante de un despertador que hacía las veces de peonza. No hay que decir que aquel día fui al colegio con mi cristal ahumado.

En el patio me pavoneaba con mi cristal de reloj ennegrecido. Los niños son seres simples y rápidamente establecen jerarquías por la posesión de algún objeto del cual los demás carecen. Una y otra vez dirigía mi vista al sol protegido por la capa negra de hollín. Nada, un disco naranja y poco más. El resto de niños deseaban poder curiosear y ver el sol y uno de ellos en su intento de arrebatármelo metió su dedo y estropeó mi tesoro. Veintisiete años, veintisiete años, la frase resonaba en mi cerebro mientras yo lloraba decepcionado por la pérdida. No podría ver aquello tan grande que anunciaba mi padre.

No sé en realidad cuanto tardé pero el caso es que antes de que nadie se diera cuenta abrí la puerta del patio y corrí hacia la relojería buscando el consuelo y la ayuda de mi padre. Con dulzura y sin reproches volvió a encender una llama y arregló el entuerto. Cuando volví al colegio el profesor me preguntó que de dónde llegaba. Yo no acerté más que a mentir y fingir que me encontraba mal y que me había vuelto a la tienda de mi padre.

Ayer no se pudo ver el eclipse. La verdad, tampoco me preocupé demasiado, tengo cincuenta y un años. Tan solo recorde quien soy y quien fui.


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