Ser, estar y parecer (II): Felix
No era la primera vez que estaba en Félix y la sorpresa de la primera vez había ya desaparecido. Si algo recordaba de años atrás es la escalera y las decenas de mujeres jóvenes y sofisticadas bajando al sótano. En otras ocasiones pasamos con un taxi y vimos las colas de gente esperando a que la permitieran entrar. Felix, como pude comprobar, sigue siendo este año uno de los locales más apreciados en la noche berlinesa. Situado junto a la puerta trasera del Adlon y a pocos metros de la embajada americana se utiliza por unas horas como restaurante y cuando se va acabando de cenar se convierte en una discoteca.
Para estas cosas siempre he sido algo peculiar. Me cuesta realmente desconectar, poner el automático y dejarme llevar. Tampoco soy persona que entienda de modelos, de tendencias o de sofisticación. Para ser sincero en estas cosas me siento como un alienígena. Y allí estaba pues el marciano moviendo los brazos torpemente, pegado a una columna fingiendo estar en la onda cuando estaba analizando el ph de la sala como tantas otras veces.
Una muchacha, con un suéter ceñido estampado con bandas horizontales, alta y delgada como un junco, se movía como si estuviera plegándose a las olas de una superficie líquida. A su lado otra rubia mucho más cuadrada en facciones y cuerpo, vestida con minifalda negra, se enroscaba insinuante con un tipo de camisa negra abierta y pelo erizado. Al otro lado dos auténticos ballenatos vestidos de negro con escote amplio como la proa de un barco. Parecían dos mujeres escapadas en mitad de la noche de Berlín de algún harén saudí. Las pobres desentonaban en un ambiente de sílfides pero no perdían comba en acercarse acá y allá a ver si alguien buscaba carne en abundancia. La pista estaba repleta y la música sonaba estridente. Gente aquí y allá asomándose desde los balcones superiores, otros en la escalera esperando encontrar un mínimo hueco para entrar.
Todo había empezado muchas horas antes. A las siete y media, hora de merendar, como decían con sorna mis compañeros, nos acercamos a la puerta del local. Una empleada de dos metros que parecía sacada de la semana de la moda consultó su agenda y nos acompañó al guardarropa. Muchos de los invitados ya se sentaban en una mesa larga en el centro de un sótano entre columnas. Varias empresas, todas ellas de la Fruitlogistica, habían reservado mesas con mucha antelación para agasajar a sus clientes y empleados, entre ellas GSM, la de nuestros clientes en el mercado central.
Los conjuntos de personas que se forman suelen ser curiosos. El variopinto grupo estaba formado, entre otros, por Markus, un rubicundo alemán de una empresa muniquesa especializada en pepinillos y pimientos, uno de sus empleados turcos, Atila un turco de raices maternas suizas y otros más de varias empresas del ramo. En el extremo izquierdo el pequeño Husein, uno de nuestros anfitriones, amable y solícito, atendía las conversaciones.
En nuestro lado de la mesa predominaba el negocio de las sandías y los melones, pero ya hacia el final de la cena se equilibró con la presencia de Erdal y uno de sus empleados llamado Tim. Este por edad era casi un muchacho, pero las facciones escurridas, su barbita rubia, su pequeño tamaño y su gorra lo hacían parecer como más mayor de lo que era. Hablando también parecía taciturno y reflexivo.
En cuanto la música fue aumentando pudimos ver cómo el piso superior se llenaba de gente que esperaba a que la dejaran. Nos indicaron que teníamos un reservado en un rincón con sillones y mesa pegado a la pared y nos levantamos para acomodarnos en él. Al ritmo de una música cada vez más subida de volumen llegó un camarero y dejó una gigantesca cubitera repleta de zumos y refrescos con alguna botella de Whisky y una enorme de Vodka. Barra libre. Erdal rellenaba cada vaso que veía vacío y así poco a poco las trabas y la contención dejaron paso al baile y las risas.
En pocos minutos el local era un hormiguero atiborrado donde parecía que nadie más pudiera entrar. La multitud se movía ondulante al son de la música. Las luces impactaban en el hemisferio derecho del cerebro y la realidad se perdía entre sensaciones y alcohol. Las reservas se pierden y vi a Markus impávido en una borrachera tranquila. Otros del grupo se abrazaban más allá de lo que aconseja el protocolo comercial. Noche y sinrazón, diversión...
Eran las dos. Yo planeaba levantarme y pasear temprano y así tras despedirme y agradecer las atenciones me perdí por las calles de un Berlín congelado, vacío, siempre con riesgo de acabar patinando en el hielo.
Comentarios
Publicar un comentario