El valor de un niño
En estos días asistimos a la dramática espera de los
trabajos del pequeño Julen que se deslizó por una minúscula gatera. La tarea es titánica y
los medios técnicos ilimitados. Sólo con ver las imágenes se intuye la dificultad de
un rescate que pone a prueba nuestro talante como sociedad. El valor de una
vida humana no se debe medir en términos económicos y hacemos bien en no cejar
en el empeño en sacar el niño del pozo donde cayó.
El problema es que nos estamos convirtiendo (o es que nunca
hemos dejado de ser), en una sociedad donde medimos el valor de la vida en
términos de raza origen o nacionalidad. El pasado año murieron miles de
inmigrantes en su esfuerzo en cruzar el Mediterráneo huyendo de una vida mísera.
La noticia apenas merece cortos titulares y algunas lágrimas de cocodrilo
mientras nos zampamos el plato frente al televisor. Otros cosifican el término
inmigrante hasta que lo convierten en un oscuro concepto donde el valor de la
vida se convierte en un punto más o menos en la estadística. Los peores son los
más brutales que culpan al inmigrante, al pobre o al desesperado de su propia
desgracia.
Hace unos años las conciencias de muchos fueron golpeadas por la foto de Aylan, el niño sirio que murió ahogado y cuya foto tierna y dramática conmovió a medio mundo. Tenemos la memoria muy corta y aquello se quedó en un rasgar de vestiduras que a nada llevó.
Una sociedad sólo muestra su valía cuando, por encima de
todo, centra su atención en la vida y las necesidades de todas las personas.
Más allá de su nacionalidad o condición. El día que etiquetamos a las personas,
hacemos grupos y convertimos en cosas a otros grupos humanos nos convertimos en
canallas. Más allá no merecemos el nombre de seres humanos.
Ojalá la historia acabe bien.
Ojalá la historia acabe bien.
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