Derecho a caminar

Este verano está siendo para mí el de las caminatas diarias. Apenas rompe el día, acompañado de mi escudero perruno y armado de cámara salgo de casa con el propósito de descubrir ese mundo tan cercano y tan desconocido a veces que es nuestra comarca. El sol cuelga como en una acuarela de Turner tras las brumas esponjosas que provoca la combinación de humedad y calor extremo. 

A estas alturas conozco ya la forma de conectar Real de Gandía con Rafelcofer, Potries, Bellreguard o Marxuquera simplemente caminando entre los miles de campos que conforman las partidas rurales de todos nuestros pueblos. La experiencia es por momentos hermosa cuando se descubren parajes recónditos en medio de vías de asfalto que cortan a cuchillo la circulación natural del caminante. Si tuviera que elegir un lugar que me ha fascinado es la península que el Vernisa y el Serpis crean a caballo de Real de Gandía y Beniarjó. Desde la meseta que la corona parece todo engañosamente cerca y al alcance de la mano, pero basta con llegar a sus límites para ver cómo los cañaverales impiden tan siquiera bajar al cauce seco de los ríos y vadear al otro lado. En alguna ocasión me he atrevido a caminar por el cauce buscando salidas pero la vegetación ha crecido hasta convertirse en una selva que causará problemas en la siguiente riada.

En medio de tanto asfalto, hormigón y estructura metálica han sobrevivido reliquias de mejores tiempos, alquerías venerables que podrían contar maravillosas historias de verano, tragedias de guerra, asuntos de sexo o vendettas territoriales o estructuras del agua que han transportado fielmente durante siglos el tesoro vida hasta los campos exhaustos en verano. Esta mañana recorría la zona cercana al hospital como tantos otros ciclistas domingueros. Lo que era hace unos años una ruta muy agradable entre naranjos es hoy un paseo por un erial de desperdicios, carreteras y urbanizaciones a medio acabar, ruinas industriales y abandono agrícola.

Los sábados son los de las rutas por la montaña y el asombro. El asombro de un paisaje todavía conmovedor, hermoso a pesar de tanto daño infringido. En un zig zag sabio las sendas llevan a las mesetas de la Serra Grossa o la del Monduver. En ruinas los riuraus o los refugios de pastores, los viejos bancales de secano o los castillos roqueros. Ni siquiera aquí se dejan de ver los desaguisados de los bárbaros que jamás entendieron de poesía o belleza. El Monduver, una vez cumbre orgullosa es una maraña metálica de antenas que, sin negar su utilidad, mancillan una de las tres cumbres señeras de la comarca.

Hemos olvidado que fuimos caminantes antes que automovilistas y hemos dejado perder muchas de las sendas que durante siglos crearon derechos de paso. Por doquier las vallas cierran el paso en caminos de libre servidumbre, las autopistas o variantes cortan el paso y sólo permiten cruzar con peligro o dando grandes rodeos. Las Rutas de Potríes a Beniflá o de Palma a Real son imposibles sin dar grandes rodeos o sin caminar por arcenes peligrosos. Una de tantas mañanas vi una caravana de carros con sus caballerías marchando al paso lento del pasado, marginados de las rutas principales y esquivando obstáculos en lo que una vez fue su reino.

Pienso que de los pequeños detalles se intuyen los efectos de los grandes paradigmas y vivimos inmersos en la cultura de los combustibles fósiles que nos lleva a la ruina. Hemos creado una vida por y para los vehículos a motor y olvidado la necesidad de reivindicar el derecho a caminar o a ir en bicicleta. Para hacer un mundo mejor, donde el cambio climático no sea una Espada de Damocles, debemos de pensar en una comarca bien comunicada para todo aquel que desee prescindir del coche. Me parece genial la idea de crear un corredor paralelo a los ríos para recuperar ese placer de sentir de cerca la tierra y para empezar en lo local un cambio global. ¿Una tontería? No hay más que ver el azud de Palma, seco como nunca, para pensar que los cambios en el clima mundial son un peligro más de los que acechan a nuestro pequeño paraíso. 

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