Surtido de Ibéricos VIII: Trazos sueltos y acuarela


Alfama parecía un pueblo pequeño atrapado entre el Tajo y una ciudad que había crecido en todas direcciones. El tranvía escalaba la ladera oeste por calles de fachadas forradas de cerámica y de pronunciadas rampas.  El sol jugaba al escondite con las sombras proyectadas por las altas fachadas sobre los grises callejones. Ajenos a los turistas los vecinos hacían su vida alejados de las avenidas ajetreadas que les rodeaban allá en el llano y desparramadas por las otras colinas.

Nos apeamos cerca del castillo en un mirador que dominaba el estuario y la parte de barrio que descendía hasta la línea de costa. La imagen era un apunte de blancos, sinfonía de azules, siena y el profundo verde botella que definían la gama colores de la paleta del barrio. La vista era dulce, sureña, familiar. En este caso la orografía dominaba el trazado urbano que adquiría una encantadora irregularidad orgánica frente a la dictadura de la recta y la geometría matemática. Finalmente me sentía mucho más cómodo en ese paisaje imprevisible y desordenado que frente a esas torres racionalistas de hace cincuenta años que tan mal han envejecido.

La vista vagaba saboreando las múltiples facetas del paisaje. La imponente parroquia de Sao Vicente do Fora, encaramada en la colina saludaba al Panteón Nacional que ya abrazaba el horizonte azul del estuario por el norte. Abajo el ritmo quebrado de terrazas y tejados se interrumpía por el verde ocasional de algún jardín que pugnaba por alcanzar la luz entre tantos muros. Saliendo de la plaza y girando a la izquierda se accedía al pequeño jardín mirador de Julio de Castilho coquetamente diseñado junto a la sede de la Orden de Malta. Los artistas de calle, sentados bajo un emparrado, repetían una y otra vez el tema del tranvía de colores vivos entre fachadas con balcones interpretando siempre el tema con tinta china y aguadas. Un habilidoso profesor de arte ucraniano repetía maquinalmente y con gran habilidad la misma escena una y otra vez. Vendidas por unos pocos euros viajarían en la maleta de algún turista y acabarían seguramente colgadas en una casa de cualquier lugar del mundo.

Según se subía al castillo de San Jorge el barrio parecía más si cabe el rincón más remoto de un Portugal rural donde casi no eran posibles los vehículos dada la precaria anchura de las vias. Algunos vecinos, ejerciendo de figurantes, se sentaban a la puerta de su casa entre tiestos con rosales y hacían la tertulia ajenos al paso de tanto turista. El castillo, de estructura árabe bien conservada, ha sido rehabilitado y mantiene una envidiable buena forma. Hoy en día es un parque agradable sembrado de pinos y con suficientes paseos de ronda, torres, patios y escaleras como para agotar al más entusiasta amante de los castillos. Como se puede imaginar la atalaya goza de una vista privilegiada y por ello fue el nucleo de los primitivos asentamientos que dieron lugar a Lisboa.

Una ilustradora vendía sus trabajos mucho más originales que los de sus colegas junto a una de las muralla.Ella también representaba tranvías de colores vivos pero con estilo personal y encanto dignos de ser reproducidos en libros infantiles. Charlamos con ella y nos habló de su lucha por sobrevivir con dignidad en un mundo que valora tan mal las obras de arte y el trabajo creativo.

Era campaña electoral y un político apareció con un grupo de seguidores y unos siete mimos, hombres y mujeres, ataviados con traje negro y pajarita con cara pintada de blanco y nariz de plástico rojo. Unos a otros se repetían las palabras y los gestos como haciendo eco de forma bulliciosa y nos dieron una lección de felicidad, devolviéndonos la risa inocente de la infancia.

Era sábado y por ello día de bodas. Unos novios, con un vehículo de época, subieron a tomarse las fotos oficiales acompañados por el bullicio de los invitados. Los vimos bajando la cuesta ya junto a la catedral románica de Lisboa. La cuesta nos llevaba, casi de forma natural, hacia la imponente Plaza del Comercio. Nos acercamos a la rampla que desciende al agua flanqueada por dos columnas que enmarcan al Tajo y nos sentamos junto a las decenas de personas, la mayoría jóvenes, que disfrutaba del frescor del agua y de las luces del ocaso. Por la desembocadura el cielo lucía brillante y recortaba la silueta del puente. Una futura novia con su grupo de amigas se hacían fotos de recuerdo de sus últimos días de soltera. Tonteaban en sus poses ante la fotógrafa y las decenas de personajes que disfrutaban del momento. Juventud y felicidad, la maravilla de ser joven adulto, de no pasar estrecheces económicas y confiar ciegamente en el poder del amor.

Este último recuerdo de Lisboa se dibuja en mi memoria como una acuarela de Turner. Al fondo una pareja de enamorados se preparaba para otra foto. Sobre una pequeña península rocosa posaban a contraluz a las órdenes de una fotógrafa. Un beso de dos siluetas diminutas ante la inmensidad del espacio y el tiempo. Parecía que toda la escena era parte de una coreografía preparada. Agua y luz. Siluetas y cuerpos bañados por el color de un día de final de agosto.

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