Estación de término


Amanece cerca de Requena. Camino a Madrid en el AVE. El título me viene a la cabeza cerca de la estación de Atocha. Los personajes son reales pero los nombres están cambiados para preservar la privacidad de las personas.

Casi podría pasar por un hotel de playa de unas tres estrellas. Las habitaciones son funcionales y bastante modernas. Los muebles son sencillos y de colores claros. El personal por teléfono o en persona eficiente, atento, servicial,amable con las visitas y paciente con los ancianos. ¿Qué más se puede pedir? Los jardines traseros reciben la caricia de la luz cada tarde la cual eleva bastante la temperatura incluso en los días del frío. Hay una jaula con periquitos como ruidosos testigos del día a día. Entre setos y parterres hay bancos y columpios que permiten para pasar una agradable tarde conversando con los internos mientras los nietos juegan.

El olor es la primera sensación que te golpea con dureza y contradice la prematura impresión visual. A pesar de la impecable y constante limpieza hay un persistente olor a orines subyacente que retrata con crudeza la decadencia de la vejez.  Hay cosas que no se pueden borrar. Las puertas de las habitaciones hacen de marco de dos fotos con dos nombres; el último reducto de lo que fue una vida plena con casa y familia. El paso de enfermeras, casi todas gente joven y bien dispuesta, rompe esa estática presencia de los internos en sus sillas de ruedas. Ellos apenas mueven la mirada tras cada mínima novedad en un lugar donde reina una rutina atrozmente monótona. Sonidos. Alguna discusión con timbre quebrado de anciano, un insulto o una conspiración a media voz para quemar la institución. Un día le prendemos fuego a todo esto, dicen dos mujeres como colegialas traviesas. Al fondo se oye el mugido doloroso de algún demente, un grupo en mejores facultades cantando una vieja tonadilla o la megafonía convocando a cualquier trabajador.

Nunca he estado por la noche, pero conociendo el hospital en su planta de enfermos graves imagino sonidos lastimeros salidos de alguna pesadilla o llamadas de espíritus perdidos en su sinrazón mientras una enfermera de guardia hace su ronda nocturna. Con horario monástico o de cuartel, según sea el punto de vista, se iniciará con el amanecer la ronda sesiones de duchas, aseos, curas y desayunos cucharada a cucharada o con jeringa y babero. Limpios y aseados se irán distribuyendo por salas para empezar un día que con suerte tendrá alguna escasa novedad.

Recorro los pasillos acompañado de mi tía María. Se viste cada día con coquetería como si fuera domingo y te acompaña con aparente lucidez hasta que algún pequeño detalle la delata. Preguntas ya contestadas que se reiteran, relatos repetidos, despistes de bulto. Dice estar feliz en su pequeño mundo,  pero se excusa por sus incoherencias con el decoro de quien se siente ridículo por esos lapsus absurdos. En su tiempo fue, ella misma, ayudante en una clínica y todavía intenta con buena voluntad ayudar a los que se valen menos. Un día sacó del recinto a una enferma y volvieron escoltadas por la policía municipal ya que no sabían hacia dónde ir. En la residencia temen que tome iniciativas porque en cualquier momento todo se puede liar.

Mi madre no está por ningún lado. No la encontramos por más que la buscamos. Preguntamos a Amparo Llobell, la que en el pasado fuera la dependienta del horno contiguo a la relojería de mis padres. Me mira con alegría y, tal vez, ternura mostrando su mejor sonrisa, desde que sabe, otra vez, quien soy. De aquel niño que le pedía tres pesetas de caramelos sugus encaramado a los contenedores de vidrio a este hombre de cincuenta que va cuando puede a ver a su madre. El destino nos ha puesto en el mismo espacio otra vez. Como diría Ernesto Sabato nuestros túneles vuelven a tener una ventana que los comunica entre el hombre que fue niño y la anciana que fue adulta.

Seguimos de pasillo en pasillo cruzándonos con personajes atrapados en su nave y otros valiéndose de sus pocas fuerzas para moverse con el andador. Otra anciana va con un ramito de romero. Es así cada vez que la veo. Algunas salas, las escaleras, están protegidas por rejas de madera para evitar que caigan o escapen. Cualquier adulto las puede abrir. Para muchos ancianos supone, en cambio, un reto intelectual y físico mayúsculo que los protege pero, a la vez, los encierra y, sin maldad, los denigra. En la parte trasera hay dos salas de estar. Una media Luna de carros se sitúan como en una ceremonia formal frente a un enorme y flamante televisor que ha sustituido al anterior. No se sabe siempre si miran o no los programas, en realidad la mayoría parecen ausentes o hipnotizados. Los que mejor están duran poco en la sala, escapan del encierro y prefieren la tertulia en el pórtico desde donde divisan la calle y ven el trasiego de visitas que entran y salen a lo largo del día. Lo más parecido a su vida independiente en el pasado.

Una demente en silla de ruedas y pelo pulcramente tintado insiste en pedir que la atienda cualquiera que pase. Es una llamada tan inútil como desesperada ya que nadie ajeno al personal puede, ni debe, hacer lo que pide. Otra llora porque sus hijas no van a verla olvidando que su última visita fue hace unos pocos minutos. Asegura que está desde ayer y que mañana se va. Lleva meses interna. Inquieta sobremanera una mujer de pelo corto claro, cara de piel pegada a los pómulos y ojos azules penetrantes. No es tan mayor. ¿Tal vez en sus cincuenta? Si ve una cara nueva se pone a caminar al paso, cerca, como un espíritu errante. Al menor descuido te quita la silla de ruedas que llevas y se pone a arrastrarla en silencio. Si dice dos palabras es para pedir tabaco. Si lo tiene lo fuma chupando con todas sus fuerzas, con la desesperación del adicto. Dicen que llegó a tener varias carreras. Ignoro qué le pudo pasar o cómo llegó a ese estado.

Buscando una enfermera paso por la habitación 122. Es lo más parecido a una habitación de hospital o una unidad de vigilancia intensiva que hay en la residencia. Atisbo una figura encamada y un gotero. Me acuerdo de mi madre hace unas semanas antes de ser ingresada en el hospital, inmóvil e inconsciente. Una semana después volvió al mismo lugar, entonces despierta y habladora pero perdida en su mundo de confusión.

Finalmente una enfermera nos aclara que mi madre está acostada en su habitación. La doctora le ha prescrito más horas de cama para curar las dolencias comunes en las personas inmóviles. Amablemente me acompaña a abrir, En el ascensor conversa con una anciana que le cuenta sus problemas al comer por la falta de muelas. No interfiero en su conversación pero pienso en lo terrible que puede llegar a ser no tener a nadie próximo con quien compartir esos pequeños problemas que no se van a solucionar o incluso van camino de empeorar.

Entramos en la habitación. Mi madre parece uno de aquellos gorriones desvalidos que recuperábamos caídos en la calle en mi niñez. Con ilusión lo llevábamos a casa e intentábamos echarlos adelante con pan mojado con leche. La mayoría de las veces duraban unos días hasta que los encontrábamos sin vida tan fríos e inertes como diminutos.

Mi madre estaba despierta y sola. Nos sonrió al reconocernos. Sus ojos son cada vez más diminutos, opacos, su mirada menos viva. Recibía el cariño y las caricias con alegría y los devolvía demostrando conservar la habilidad de la empatía. Yo le hacía burlas con las manos y ella me imitaba. Le sacaba la lengua y ella me devolvía el sencillo gesto en un juego propio de niños. Por momentos le cambiaba el humor y sollozaba como una niña perdida en una multitud. Unas palabras le calmaban y volvía a su discurso deslavazado sobre lo que podríamos comprar, las cazuelas que tenía que fregar o sobre el jersey que creía andar tejiendo. Sus manos, desde hace meses, buscan hacer los dobladillos de cualquier pedazo de tela y los prepara con tanta ansiedad como desespero.

En la habitación convive una tal Elisa. No puedo evitar sentir antipatía irracional por ella. Mi madre fue alojada en su habitación y ella lo tomó como una invasión de su reducto. Todavía le cuesta aceptar que sólo tiene derecho a esa mitad de privacidad. El primer día le tuve que indicar a la enfermera que el vestido que llevaba no era suyo, el segundo fueron unos zapatos. La verdad es que ella es víctima de la desmemoria como muchos. Ha olvidado que no paga suficiente para tener una habitación en exclusiva. Quien tuvo retuvo. Tiene un genio terrible, dice mi tía y aires de grandeza, eso lo veo yo. Todo lo que hay en la habitación, piensa, es de su propiedad y sus fotos llenan el único estante frente a las camas. Al salir vi una foto en blanco y negro con dos personajes esbeltos y elegantes como salidos de Casablanca: Un hombre en un traje de corte clásico y una bella mujer de cabellos claros, ondulados y vestida con ropa de estilo. Era ella o, más bien debería decir, fue ella.

Valencia a la vista. Volvemos a casa

Comentarios

  1. Bonito texto primo! Besos a la mami.

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  2. ¡Gracias Nacho! Ya hacía semanas que iba rumiando esa experiencia frecuente en la residencia. Se lo daré de tu parte

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