Surtido de Ibéricos VII: El patio trasero


Dedicado a Ana-R que tiene la amabilidad de leer y dejar 
algún comentario que siempre me anima a seguir

La bandera roja y verde ondeaba con suavidad al viento en lo alto del parque Eduardo VII. Era una tranquila mañana de sábado de azules y verdes que se disolvían en una cortina de suave neblina por la parte baja de Lisboa, más allà de Baixa. Un mendigo de mediana edad lavaba con sencillez y gran dignidad sus zapatillas en las fuentes monumentales que surgen bajo dos columnas triunfales que escoltan el mástil con la enseña nacional. A esas horas pocos turistas aprovechaban el mirador para atrapar una más de las instantaneas de su viaje. El parque tiene en el centro una avenida con setos geométricos que marcan una perspectiva cónica con punto de fuga en el eje que culmina en la Plaza del Comercio.

El Parque Eduardo VII desciende en suave pendiente por caminos que se enroscan bajo la copa de árboles frondosos. A esa hora poca gente paseaba por el recinto que lleva el nombre del monarca británico en honor a una visita que hizo a nuestro país vecino. Una señora de clase alta, a juzgar por su cuidada indumentaria, con su inevitable caniche blanco deambulaban junto a la avenida central en lo que debía ser el paseo matutino del can. Entre sendas, bosquecillos, pistas de deporte y lagunas artificiales con patos para entretener a niños y domingueros ociosos, se llega hasta la transitada plaza Marqués de Pombal.

El sol caía a plomo sobre la avenida Fontes Pereira de Melo, una de las arterias que desembocan en la plaza. La amplia vía era recorrida por decenas de vehículos que eran tragados por los carriles de acceso y la boca del túnel que evita la rotonda de la cercana plaza. Esperabamos en la parada del autobús turístico apenas protegidos por la marquesina en una espera que se prolongaba demasiado bajo el fuerte sol. Ya conocíamos la rutina de la subida, la conexión al sistema de audio y las cabezadas al viento del asfalto en su plataforma superior. En otro tiempo hubiera rechazado este modo de turismo embotellado, pero el tiempo escaso con el que contábamos lo había convertido en una alternativa razonable.

En la plaza da Figueira el autobús finalizaba su ruta para volver a retomarla en veinte minutos. Teníamos tiempo, y lo aprovechamos, para vagar por los puestos de un mercadillo de comida y artesanía y recuperar fuerzas con una cerveza matutina. La plaza presidida por don Joao en su caballo tiene planta cuadrada y es rodeada por sencillas casas de tres o cuatro plantas, algunas bastante deterioradas, con buhardillas bajo los tejados. El castillo de San Jorge se ve tan cercano que parece al alcance de la mano. Cada pocos minutos pasan los tranvías amarillos y rojos que son la especia local que da ese sabor único lisboeta. Dando una vuelta por la plaza encontré un mendigo acostado entre cartones. Parecía una persona joven a juzgar por su aspecto. Su cuerpo era un auténtico saco de huesos, sucio y descuidado. Su pelo largo y rizado y su barba le hubieran dado el aspecto de un Jesucristo enloquecido. Parecía, y seguramente lo era, un enfermo terminal de alguna enfermedad grave arrojado desde la unidad de cuidados intensivos hasta ese rincón entre la basura y los tenderetes del mercadillo. No fue algo que me sorprendió. Las grandes ciudades de toda Europa atraen a multitud de indigentes que malviven com mayor o menor decoro y los había visto en los boulevares parisinos, bajo el metro en Berlín o en Valencia.

No muy lejos, en una de las esquinas de la Rua da Plata hay un mendigo ciego funcionario por opsición de la vida a esa plaza en propiedad a juzgar por mis fotos y las del Google Street View. Había tomado posesión de un pilar entre dos escaparates y, sentado en una silla, vivía de la caridad pública. Éste al menos tenía un metro cuadrado de su propiedad en pleno centro y un oficio estable. Incluso entre los mendigos hay niveles de dignidad, de pobreza, de salud y clases sociales. Es un misterio saber qué hay de verdad y qué de papel en ellos. Sea lo que sea los que tenemos una vida convencional no queremos tener el privilegio de tener un metro cuadrado para pedir aunque sea en el centro.

El autobús enfilo hacia el este de la ciudad para, rodeando la curva de la península que acoge Lisboa, ir subiendo hacia el norte. La ruta hacia la zona de la Exposición Universal no es especialmente fotogénica. Muelles, vías, recintos industriales, carriles de autopista, puentes elevados sobre las vias y el estuario siempre a la derecha. A la izquierda se disolvía la trama urbana del centro en barrios con torres de apartamentos y cierta mezcla entre usos industriales y residenciales.

Precisamente la Exposición Universal se creó con el fin de animar una zona en decadencia. Siguiendo la tendencia ibérica de sacarle rédito urbanístico a los grandes eventos, se creó un barrio con modernos edificios y complejos que debería llegar a ser un polo de atracción de visitantes. Edificios con marca de conocidos arquitectos y complejos de museos y atracciones intentan seducir con cantos de sirena al turista. Nos limitamos a mirarlo todo desde la plataforma y seguimos la ruta que nos llevó por los barrios más alejados del centro.

Tuvimos la oportunidad de ver grandes solares junto a factorías de muros cubiertos de grafittis en pleno abandono. De tanto en tanto barrios obreros con casas de protección oficial de un estilo similar a las que proliferan en España. Bloques de poca altura, patios entre ellos, galerías de cocinas, ropa tendida, jardincillos de poco mantenimiento junto a plazas de aparcamiento y cierto aire a abandono. El aeropuerto está en las cercanías y por ello hay todo un anillo de autopistas anónimas como las de cualquier ciudad. Si no la parte pobre de la capital si era, al menos, la parte proletaria ubicada por decisión de la política junto a las inversiones urbanísticas más espectaculares de los últimos años.

Pasamos barrios residenciales con aire ya añejo, otros populares también de nueva traza, avenidas arboladas, la zona universitaria y regresamos pasando por la plaza de toros a la parada donde nos habíamos subido esa misma mañana. Nos apemos mientrs un grupo de saltimbanquis se ganaba la vida con una actuación que se iniciaba y acababa a la velocidad de los semáforos.

Comimos en una pizzería justo donde muere la avenida de la Libertad en la plaza de los Restauradores tras lo cual pasamos frente a la Iglesia de Sao Domingos. En el frente, bajo un olivo, había una escena africana con hombres y mujeres sesteando o de tertulia. En las ramas almacenaban los colchones y utensilios de su precaria vida. Era como un campamento de nómadas bajo un baobab en cualquier llanura desértica pero en el centro de una ciudad europea. De invitados un par de mendigos barbudos blancos. Imagino que las autoridades han perdido la esperanza de recuperar la parcela urbana y hacen la vista gorda ante el exótico campamento.


La Iglesia de Sao Domingo es muy interesante porque se respetó sin restaurar su grandioso interior destruido en un incendio en 1956. Lejos de afearla, las cicatrices del fuego en las columnas le confieren un aire de dolorosa destrucción que la dota de una dignidad y belleza inauditas. El barroco es un estilo tan suntuoso que así destrozado pierde pompa y gana en humanidad. En el momento del mediodía la luz dibujaba con toda su crudeza los desgrarros en muros y columnas. Una devota rezaba frente a la edulcorada imagen de la Virgen de Fátima y los pastorcillos en un edificio castigado pero dotado, no se porqué, de muchísima más fuerza espiritual. Las ruinas contienen siempre una lección de vida, de metáfora del paso del tiempo o de moraleja sobre la vanidad del lujo. Nos recuerdan que el polvo es nuestro destino.

Detrás de cada barrio humilde, de una fábrica abandonada o un complejo de viviendas hay lecciones sobre la humanidad. En los restos de un edificio venerable hay una enseñanza sobre la generación que lo creó y otra sobre las que padecieron su final. Detrás de cada ser humano hay una historia que contar. Detrás de cada mendigo hay un fracaso que se traduce en hambre, frío y enfermedades. Todos ellos tienen un pasado. Niños que tuvieron sus oportunidades, tal vez muchas, tal vez ninguna.¿Fueron adolescentes manirrotos, maridos maltratadores o gentes a los que derrumbó la desgracia? Algunos serán merecedores de su destino, otros tal vez no pudieron elegir.  Es posible que sean enfermos mentales que cayeron al suelo sin encontrar una red que lo evitara. En cualquier caso hoy forman parte de esa minoría silenciosa que más que invisible es ignorada en la vida social de una capital y a los que por desprecio, vergüenza o timidez sólo poca gente acierta en abordarlos y buscar una pista o tender una mano.

Sería el día siguiente cuando vimos a una mendiga negra, enfundada en abrigos y gorros bajo un sol de justicia. Su mirada vagaba perdida. Desde lejos se percibía olor insoportable a orines y podredumbre. Tan ajena a su entorno como un extraterrestre deambulaba por las cercanías de la estación. Nadie se le acercaba.

Lisboa no es solamente Los Jerónimos o la Torre de Belém, también es, como en todas partes, la decadencia, la vida humilde, las barriadas sencillas, los mendigos y los proletarios. También son esas industrias que una vez representaron la prosperidad o esa Iglesia de Sao Domingos que sobrevive a sus heridas.Una compañera me dijo que no le gustó la foto del mendigo. Yo le dije, intento mostrar esa vida poliédrica de un lugar que visitas, hablar de la belleza y reflexionar sobre el paisaje y sus personajes. En eso consiste viajar. ¿O no?


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