Una bandera al hombro


La calle Játiva es el punto donde todas las arterias ferroviarias de Valencia conectan con el corazón de la ciudad. Del inmenso edificio de la Estación del Norte entran y salen multitudes a cada momento que, como glóbulos rojos, atraviesan las membranas de los tornos en una u otra dirección. Todos los que vivimos en esta zona hemos usado el sistema de cercanías como estudiantes, en visitas a especialistas en la capital, de compras o en esos días de fallas en los que Valencia se convierte en una inmensa zona peatonal.

Salir a la puerta de la Estación y estar en pleno centro de la ciudad todo es uno. Al otro lado de la acera el viejo instituto Luís Vives, a la derecha la plaza de toros, a la izquierda La casa de los Caramelos. Metida en una calle transversal, la venerable librería "París Valencia" y un poco más allá el inevitable FNAC y la iglesia de San Agustin, punto de partida de nuestro particular manifestódromo. El tráfico llena siempre los cuatro carriles disponibles de lo que en su día fue la ronda extramuros de la vieja muralla. Pienso que en la mente de cada valenciano debe haber como un mapa de la zona asociado a su propia vida y todas las experiencias de nuestras idas y venidas en ese punto.

Cortar la ciudad en ese punto tan estratégico es bloquear una de las arterias que lleva al corazón mismo que es la plaza del Ayuntamiento. Los alumnos del Luís Vives aprovecharon la circunstancia para amplificar sus reivindicaciones. Podemos discutir, porqué no, su derecho a a hacerlo sin aviso o sin permisos pero no la brutalidad en la que degeneró la actuación policial. Estoy seguro que alguna mente brillante llevaba meses pensando que a ellos, eso de la ocupación de la calle que hizo el 15M, no les pasaría y supusieron que era el momento de dar caña al perroflauta, que es como la derecha más recalcitrante ha dado en llamar a todos aquellos que comulgan con ideas alternativas o antisistema. Visto lo visto los estudiantes de la primera sentada no eran ciertamente más que adolescentes preocupados por su futuro. Se les fue la mano y las declaraciones.

En el tren una mujer me preguntó al vernos en grupo y con camisetas. ¿Hay partido de fútbol o algo así?. Grupos de profesores iban subiendo en las estaciones y de alguna manera había cierto ambiente de camaradería, sentimiento de que es una ocasión que no debemos dejar pasar y realismo porque todo el mundo sabe de la difícil situación que atravesamos. Al llegar a la estación muchos más compañeros se unieron al grupo hasta encontrarnos con los de padres  de nuestro instituto que llegaron con autobús. No hay actividad hoy por hoy que no quede reflejada por miles de fotos como así ocurrió.

Alguien recogió una bandera de la UGT, sindicato al que no pertenezco y me pidió que la sostuviera, desapareció y no me atreví a tirarla. Dicho y hecho: algo que agitar.Me la puse al hombro. Mezclado entre las miles de personas seguí el recorrido hasta el edificio que alberga a la Delegación del Gobierno. En el peregrinaje de los manifestantes el lugar era parada obligatoria para exigir la dimisión de la responsable última de la actuación de los antidisturbios de la semana. Allí estaba yo en medio de la multitud con mi bandera de plástico de la UGT. De repente recorde que mi abuelo materno fue, según palabras de mi madre, de ese mismo sindicato. No llegué a conocerlo pero se que fue una persona pacífica que jamás se metió con nadie ni nadie finalmente se metió con él. Cuando la guerra era un padre de família ya demasiado mayor para ser soldado. Se que se sentía republicano porque en un diccionario que heredé hay tachado un escudo de la casa real española. Sentí  súbitamente una conexión con el pasado. Me imaginé los años veinte, los años treinta, la España dividida entre ricos y pobre, la tensión social y la guerra.

Estamos en un país donde, por fortuna, todavía tenemos el derecho a manifestar nuestra discrepancia. Ganemos o perdamos en la política, tenemos la oportunidad de salir a la calle y defender el estado de bienestar. Podemos sentirnos contentos de poderlo hacer. Me imagino a mi abuelo, tras la guerra, disimulando su ideología, rumiando la impotencia de no poder cambiar las cosas dentro de una dictadura que enseñaba las garras al que no comulgaba con sus ideas.

Ojalá no perdamos nunca el derecho a expresar y defender nuestras convicciones y tengamos la suficiente fuerza y perseverancia para que, de forma pacífica, siempre nos opongamos a todo aquello que haga nuestro mundo más desigual, más corrupto y más injusto. El derecho a llevar una bandera al hombro, la que mejor represente quienes somos o qué deseamos es finalmente el mejor futuro que podemos dejar a nuestros hijos y, porqué no, nuestros nietos.


Comentarios

  1. Grande!!!, el orgullo de expresarse en libertad, la fuerza del cambio pacífico.....los hombres y mujeres de buena fe, ese es mi pueblo, eso costó sangre, sudor y lágrimas....no desperdiciemos tanto coste humano. Gracias Jorge, gran planteamiento.

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