Diez osos en Berlín


El vagón de metro traquetrea, como de costumbre, a través del inmenso espacio vacío que se abre entre Mitte y Charlotemburg, dos de los distritos del centro de Berlín. El sol rasante de invierno y la calefacción interna del vagón disimulan los casi veinte grados bajo cero que atenazan la ciudad. En momentos en que el temporal de frío recorre Europa Berlín sigue su rutina diaria, eso sí, con más botas, guantes y gorros de lo habitual. Hacia el sur se destacan las formas de los edificios gubernamentales, el Reichstag, las cúpulas del complejo de la Postdammerplatz y la columna de la victoria. La nieve domina el paisaje sabedora de su momento y los árboles sólo dejan ver su esqueleto pelado a la espera de los brotes de la primavera. La inmensa estación central de Berlin devora las serpientes que se entrecruzan en una versión actualizada de Metrópolis devorando pasajeros de todos los tipos y colores. Más allá de las cristaleras el Spree se muestra congelado e inerte.

Creo que ha sido el primer año en que he sentido cierta vergüenza de ser español. Nuestro gobierno se pliega al poder central que emana desde esta ciudad lejana y bajamos la cabeza sabedores que estamos a punto de entrar en barrena. De vivir en un país que sentía moderno y europeo a ver que el mío es uno en el que, por primera vez en muchos años, nuestros jóvenes tienen que salir de nuestras fronteras para tener un mínimo futuro. Ha sido la primera vez en que me sentía remolón y apático, con pocas ganas de repetir la peregrinación anual a la vieja capital germana. Peró allí estaba la segunda semana de febrero, como de costumbre.

Advertido por todos los pronósticos metereológicos no me había dejado sorprender por la helada haciendo frente a base de capas de ropa interior al penetrante frío que sólo podía atacarme entre la nariz y los ojos. Siempre me gusta observar a la gente que viaja en el metro e imaginar orígenes, estatus, vida y destino a través de las pistas que nos describen. Aquí alguien con un cuaderno lleno de fórmulas matemáticas. Allá una mujer con aspecto de hippy pasada de vueltas con un bestseller. Un tipo con su ordenador concentrado en su pantalla. El alternativo vendiendo un periódico independiente o los gitanos rumanos cansinos con su acordeón y sus peticiones de limosna. Frente a mi se sentaba una muchacha rubia de ojos rasgados y pelo pajizo. Algunos centroeuropeos dejan entrever rasgos propios de los lapones o de los rusos por sus rostros de ligero sabor asiático. Con disimulo veía el azul grisáceo de unos ojos perdidos en su mundo interior. ¿Tal vez descendiente de un soldado ruso?. A mi lado un hombre leyendo el periódico. Desde mi posición apenas veía su silueta, pero aparecía entre flashes de luz dorada en el reflejo del cristal del fondo del vagón. Barba entrecana, lentes de ratón de biblioteca y rasgos latinos. La coctelera del espacio y el tiempo nos agita en un vagón hasta que la puerta se abre y los pasajeros se pierden en la vorágine de la multitud. Se me presenta como una película acelerada de principios de siglo donde se intuye más que se ve. Sigo con la vista a la chica andando apresurada por el andén mientras su silueta se recorta frente al sol más allá de las ventanas. Se seguro que jamás la volveré a ver.

Con sorpresa llego al recinto ferial de Berlín y veo que uno de los edificios está siendo demolido. La luz mortecina del sol ilumina los muñones de hormigón armado mientras excavadoras inmensas, escorpiones que clavan su aguijón en los hierros retorcidos, arañan los montones de escombros en que está quedando reducido. Es curioso en una ciudad que sucumbió a los escombros que alguien se atreva a recrear de nuevo la pesadilla. Me gustaría parar y hacer fotos pero la temperatura extrema me lleva a recorrer todo lo más rápido posible el trayecto. El próximo año, si es que lo hay, sólo me quedará el recuerdo de aquello que una vez vi. Finalmente todo es efímero y nunca volvemos del todo.

Como siempre la feria a dos días de su apertura es una especie de laberinto o jungla que sólo puedes recorrer con la tenacidad de un explorador decimonónico. Con la seguridad de un experto recorro los espacios hasta llegar a nuestro estand. Conozco a alguno de los trabajadores que lo construyen, nos saludamos con una sonrisa y poca ceremonia. Todo está en orden y no hace falta que me espere más allá del tiempo necesario para dejar claras las posiciones de los focos.

Berlín dejó hace años de ser una ciudad desconocida y realmente me muevo con comodidad por andenes y estaciones hasta llegar al mercado central. Beuselstrasse es el nombre de la parada. Sobre el puente elevado que cruza las vías miro cómo éstas se pierden en el punto de fuga bajo el blanco puro de la nieve. Una central térmica lanza un chorro de humo que dibuja una hermosa nube bulbosa sobre el horizonte. Realmente los días de sol y nieve dignifican paisajes que con lluvia serían poco más que eriales embarrados. Dos jóvenes madres conversan mientras sus bebés miran abotargados desde sus cochecitos. La vida es posible incluso a 15 grados bajo cero.

Tras la visita al mercado decido volver al centro y de allí, tras descansar en la habitación, decido tomar el camino hacia Postdam. Siempre ha quedado algo lejos del centro y es la visita permanentemente aplazada. Este año tampoco será. Tras pasar Grünewald decido que me bajo en Wansee. Esta zona, situada al suroeste de la ciudad es, sin duda, la más hermosa por la cercanía a los lagos y a los grandes bosques. Wansee es famosa por su ambiente relajado y, casi diría, playero. En verano es el lugar donde escapar del centro y nadar tomar el sol o, simplemente, dejarse ver. Nadie diría que en el mismo lugar, en una casa burguesa de las cercanías se tomó la decisión planificar la manera de liquidar a millones de judíos con esa forma eficiente y fría que sólo cabe en esa cabeza tan cuadriculada que tienen los alemanes. Belleza y horror, inteligencia y brutalidad en un solo escenario.

Al llegar al lago lo veo completamente congelado, cambio de planes no voy a visitar el museo del Holocausto, más bien voy a hacer algo que me ha conmovido como a un chiquillo. Me acerco a sus orillas y, siguiendo las huellas de los paseantes, me adentro en una superficie de hielo y nieve sobre la que destacan los puntos negros de los pocos que en un lunes se pueden permitir el lujo de perder el tiempo haciendo fotos o paseando. Mis pies crujen sobre la nieve de última hora. Basta con frotar con la suela del zapato para sacar a la luz la superficie pulida del hielo. El paisaje es tan impresionante que vuelvo a reconciliarme con aquel niño que fui y que era capaz de sentir la emoción por cualquier experiencia nueva.

Ya son diez mis viajes a Berlín. Cada año he traído un oso de porcelana a mi hija y por ello la colección me recuerda con exactitud el número de mis estancias. Cada vez descubro una nueva faceta de una ciudad que nunca para. Yo mismo soy diferente. Se que cada nuevo oso me acerca al último, no lo digo con melancolía, todo llega y todo se va, así es la vida. ¿Llegaré algún año a Postdam?

Comentarios

Entradas populares de este blog

No era el dia, no era la millor ruta. Penya Roja de la Serra de Corbera.

Animaladas

Andrés Mayordomo, desaparecido un día como el de hoy