Cullera. Entre idas y vueltas


La perrita, el nuevo miembro de la família, saltaba airosa de piedra en piedra. Desde Cullera llegaban los ecos de la música de la fiesta que se celebraba en el día, la Mare de Deu del Castell. El domingo, de temperatura y cielos primaverales, invitaba al disfrute de la naturaleza y, así, senderistas, runners, devotos, turistas, familias con niños y parejas de novios o de jubilados ascendían por el calvario y las sendas al Castillo y a el fortín que corona la "Serra de les Raboses".

Hacía ya años que no subía al santuario.

Cullera, lugar de paso en mil viajes de ida y vuelta a Valencia. Su ostentoso letrero que tanto gusta a los niños y a los simples siempre visto en la distancia en los trasiegos del ir y venir a la capital en el tren o por carretera continua marcando una diferencia excéntrica con el resto de poblaciones.

Cullera fue una de las primeras aventuras que recuerdo en mi niñez. El Doctor Eligio Domingo le pidió a mi padre que le ayudara a trasladar una lancha fueraborda que acababa de comprar desde el puerto fluvial de Cullera hasta Gandía. Mi padre, en un día de clase, me preguntó si quería ir en barca. ¡Qué pregunta! Al acabar el trabajo al mediodía nos fuimos a Cullera por carretera y, allí, recogimos la embarcación. Recuerdo que volvíamos con la costa a nuestra derecha dando saltos entre olas y viento cargado de salitre. Sentado en la proa disfruté de una tarde sin colegio ya que llegamos tarde a casa. Mi madre, siempre dedicada a nosotros, tenía preparado un caldo de cocido que con el que culminó un día de aventuras de esos que se recuerdan mientras la memoria y la vida lo toleren.

La vida transcurría entre ese espacio cerrado por el norte por Cullera y por el sur por el Cabo de San Antonio y el Mongó. Idas y vueltas en las tardes de la liga del club de natación. Cullera va Cullera viene. El tren se llenaba o vaciaba considerablemente al pasar por su estación ferroviaria. Tiempos de estudiante, bolsas y libros al amanecer los lunes y camino de vuelta a la hora de comer los viernes. En verano, en los años de socorrista vigilando el mar,  sus edificios sobresalían del mar bajo una silueta ondulada que subía abruptamente por el oeste para besar el mar a la altura del faro.

He de decir que jamás llegaba a parar en el casco urbano. Cuando la carretera naciona lo atravesaba, tras cruzar el puente metálico, se penetraba en una curva que rápidamente lo abandonaba hacia el norte. Una vez desaparecida ésta, por puro gusto, tomaba la carretera de la costa para pasar por el Saler de camino a mis primeros destinos como profesor en Castellón. Eran años de soltería en pareja y de matrimonio joven sin hijos. Alguna vez nos paseamos por el largo paseo de la playa de Cullera. Si el urbanismo en Gandía fue horrible en Cullera fue, incluso, extravagante con moles, colmenas inmensas que han formado una muralla densa, impenetrable, que vomita multitudes humanas que acuden al sol en nuestros rituales modernos de verano. Cullera no es la que fue y, a pesar de las maravillosas vistas, jamas se recuperará el aspecto tradicional que hasta los años sesenta tuvo.

La vida ha pasado con rapidez y, de tanto en tanto, alguna excursión con amigos o un día de pascua nos llevaba a cumplir con el ritual de subir al castillo. En una ocasión asistimos a la sorprendente boda de una de las compañeras de trabajo de mi esposa en el propio santuario. Una boda con una novia vestida como una dama medieval y un banquete en un local cercano al Júcar en el que el coche, un clásico de los años treinta, entró dentro del salón circulando entre las mesas.

Y así la vida nos fue atropellando. Llegaron los niños, Mar, Vicent, Joan y las tardes de pascua de visita por la montaña. Los padres fueron envejeciendo, muriendo. Mi padre, en el 2014 fue incinerado en el crematorio de Cullera en una ceremonia muy extraña en la que el personal al cargo lee un texto convencional antes de ver cómo el féretro entra por un túnel para ser devorado por las llamas.

La pasada semana llevamos a nuestra hija a Valencia y por puro placer escogimos la ruta del Saler, larga y lenta pero ideal para conducir sin prisas. Ya, casi en mis 55 años, he soltado lastre y he ganado tiempo y vida. Estoy en un momento en que el cuerpo empieza a dar señales de pequeñas averías de chapa y pintura y algún desajuste del motor. De momento nada parece grave, pero inexorablemente el tiempo reclama su tributo. Al pasar por el desvío que suele llevar de vuelta a la carretera nacional decidimos continuar hasta Cullera pasando por el parque acuático, antes Acualand, ahora Acuópolis, en el que solíamos celebrar, a caballo entre los 80 y los 90, el final de temporada dando clases de natación y donde vi a una diminuta niña de tres años, mi hija Mar, lanzarse por el mayor de los toboganes sin miedo. Al poco de pasar por el lugar vi, de repente, la puerta del crematorio y me vino como un golpe la imagen del día gris en el que despedimos a mi padre.

Fue ayer que decidí, sin más motivo, conducir, yo solo con la perrita, hasta las calles de Cullera, recorrer, por primera vez su casco urbano y buscar el acceso al Calvario. Subiendo el camino un hombre cargado con una bicicleta, un mochilero y una corredora. En una de las últimas casas, pegada al mismo camino, un carrito de bebé en la que se adivina un hogar muy modesto: se cierra la puerta ante la previsible llegada de más y más turistas. Una empleada de la limpieza recogía la basura dejando el lugar impoluto para la subida de la procesión ese mismo día por la tarde. Sube, sube. Personajes a contraluz forman composiciones efímeras. Sube, sube. El paisaje se va magnificando con la altura y la luz de primavera. Sube, sube. Entre pinos y las rocas, junto al risco que corona Cullera, la senda lleva al fortín de las guerras carlistas. Has llegado, has podido, el camino sigue entre idas y venidas. Cullera.

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