Entre San José y San Juan

El sol luce tímido este día de abril. No hace tantos días que quemábamos el pasado y prometíamos empezar un año sin los vicios del anterior. Hoy el viento de poniente se lleva consigo una semana en que cristianismo ha conmemorado el éxito, la caída en desgracia, la muerte y la resurección de Cristo. Miles de penitentes, conscientes o no de ello, han lucido el capirote del pecado cubierto por la máscara que oculta la personalidad del pecador. Decenas de porteadores han sacado inmensas andas y carrozas con imágenes sangrantes, con escenas de hermandad, de traición, de dolor, de muerte y soledad. A los lados una multitud expectante revive el espectáculo anual entre atronadores golpes de tambor y chirriantes toques de corneta. Los niños esperan las golosinas de esos misteriosos seres que desfilan junto a tronos iluminados. Probablemente ellos sean los que perciben la magia del ritual que los adultos hemos olvidado. La Semana Santa sigue el ritmo acompasado de las lunas, de las mareas y del giro del planeta marcando el fin del ciclo invernal para dar paso a la explosión de la vida.

En el momento en que Cristo resucita al son de los petardos y las palomas que escapan al cielo de abril, se produce la estampida de pascua en la que los nuestros escapan al campo, a la naturaleza y a la vida. Son días en que cada rincón de la montaña, la semana anterior desierta, se llena de gente deseosa de comulgar con la naturaleza.

Contaban mis padres en un vídeo que mi hija grabó para el colegio, cómo la pascua era el momento en que se estrenaba ropa nueva. Unas zapatillas corredoras, recordaba mi madre, un vestido de percal para las niñas, recordaba mi padre. La vida renacía y los adolescentes, los jóvenes, ejecutaban rituales de fecundidad y de transición de una manera discreta, o no tanto, que encajaran en el estricto marco de la religión judeo cristiana. La chica le preparaba la comida de pascua al chico y éste se dejaba querer entre flor y flor.

Nos expresamos como sociedad en esas catarsis que llamamos fiestas, nos comunicamos de una forma simbólica de la cual apenas somos conscientes. El huevo en la mona representa la promesa de vida, la longaniza de pascua, un remoto símbolo fálico. La longaniza en los primeros meses del año ya existía en tiempo de los romanos y la Iglesia Católica, siempre controladora, la llegó a prohibir por considerarlo un ritual obsceno. Por otro lado los cánticos de pascua tradicionales insisten en hablar sobre niños que no consiguen empinar la cometa, el Catxirulo, o chicas que no consiguen el novio que desean. Pascua era el momento en que la libertad escapaba por las rendijas del sistema entre peñascos y pinadas.

El mito del eterno retorno de los ciclos que van y vienen, de los símbolos que navegan por las cavernas del inconsciente colectivo entre el eterno devenir
del sol, la luna y los planetas. Salir al campo estos días supone recobrar la vida, resucitar de la muerte y la oscuridad del invierno. Se acerca el solsticio de verano. Esa noche haremos fuego para que el sol no se extinga jamás, saltaremos las llamas para propiciar el verano y nos fundiremos en ese caldo de vida que es el mar con la vana esperanza de que no vuelva el ciclo invernal. Vana esperanza. Tempus fugit.

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