Troy 6/10/2005, 10/03/2017




Troy era un poco bruto, a veces patoso y cabezón. Cuando bajábamos al río se enfrascaba en la inútil tarea de desenterrar el pedrusco más pesado, meter la cabeza en el agua y, con toda la energía, intentar levantarlo entre las fauces de esa bocaza tan enorme que tenía.

Ay la vida. Un perrito, un perrito... La ilusión que tuvo Mar cuando nos lo ofrecieron fue una barrera insalvable. Un carpintero amigo, el que nos estaba arreglando la casa, nos dijo que tenía una camada y que uno era para nosotros. Yo me resistí. Había tenido ya una perra años antes y sabía tanto de las obligaciones como de la rápida vida que tienen. Recuerdo haber ido discutiendo entre el Real y la entrada de Marxuquera sobre el nombre del perro. Discurrimos que, como era pastor alemán, tenía que tener un nombre relacionado y decidimos que Treu, o fiel en alemán, que suena como Troy, en inglés, y así se quedó.

En un corralito zanganeaban las crías de la camada. El propietario tomó uno gordito y dijo, este para vosotros. Era una bolita peluda llena de polvo hasta las cejas cuando fue separado de su madre con tan sólo veinticinco días. Con la ilusión que genera un bebé canino pasó sus primeros días en una cajita de fruta de la cual no alcanzaba ni a salir. Mi mujer, poco acostumbrada a los perros, si lo cogía, era como si fuera un muñeco, con cierta aprensión y el animalito miraba con esos ojos de no comprender nada gimoteando cada vez que se sentía solo.

El ABC fue uno de los primeros compañeros de Troy. Al instituto, política del PP, enviaban semanalmente decenas de periódicos de derechas que no podían ser leídos cada día y que acababan siendo el lugar donde orinar o para recoger las heces del animalito que las depositaba para nuestro disgusto sin control por toda la cochera.

Una de las primeras veces que lo llevamos al veterinario mi hija lo sacó del coche con tan mala fortuna que la correa quedó atrapada por la puerta y al arrancar arrebató al perro de los brazos de Mar y lo llevo a dar unos tumbos por el suelo. El cachorro aullaba como si le fueran a abrir en canal y mi hija gritaba "el perrito, el perrito". No pasó nada por fortuna.

Con esa velocidad que tiene el metabolismo canino Troy crecía a la carrera. Cada vez le resultaba más difícil colarse entre las rejas del patio, pero había peligro de que escapara y, por ello, me situé fuera de casa y le llamé para hacer la prueba. Tan campante cruzó todo su cuerpo, pero al llegar a los genitales se quedó atrapado en una punta roma de una de las barras de hierro. Acojonado, nunca mejor dicho, aulló como un poseso. Yo me puse verde pensando que tendría que llamar a los bomberos para sacarlo de allí. Afortunadamente metí la mano entre la barra y su cuerpo y conseguí sacarlo. No sería la única vez que tendríamos un susto con él.

La velocidad de crecimiento era tal que pareciera que lo hacía en cuestión de minutos. Pronto adquirió un tamaño enorme y unos andares patosos de adolescente desmañado. Igual se le ocurrían trastadas, como arrancar la corteza de los cipreses que teníamos en macetas. Llegaba yo y lo ponía firmes mientras él me miraba con cara de susto. Era el juguete de toda la familia, hermano de mi hija y primo de sus primos. Con su encanto e inteligencia, pronto se ganó un lugar especial en los días de pascua, en los paseos por el campo y en nuestro día a día. Con habilidad pronto empezó a hacer sus gracias como saltar, dar la pata, tumbarse y hacer todo eso que se espera de un perro.

Creo que fue su accidente lo que más nos unió. Un día, corriendo con él por los alrededores de casa, pasó un camión y el no tuvo más ocurrencia que defendernos de aquel ser tan enorme metiéndose bajo las ruedas. Escapó de ser atropellado por los pelos, pero su pata trasera quedó dañada con graves fracturas. El veterinario hizo un trabajo maravilloso, pero fue un verano horrible en el que la herida no cerraba y las fracturas curaban lentamente. El pobre fue pelado y humillado con su pata coja, su collar cónico para que no se rascara ni se quitara las vendas y su férula. Las curaciones, siempre sedado, devolvían a casa un patoso larguirucho que caía laxo, con la lengua fuera, borracho por efecto de la medicación. Lo cuidamos con todo el esmero y, pienso, que fue algo que nos acercó mucho a unos y al otro.

Estábamos orgullosos de él. Era un animal precioso, noble y cariñoso con los de casa. No era zalamero, rastrero o servil. Si el que veía era amigo de casa rápidamente cambiaba y sobre todo si eran niños les dejaba hacer con él lo que querían. Cuando mi hija era adolescente y traía a sus amigos a casa, Troy era uno más de la pandilla ganandose el corazón de todos ellos. Era simplemente feliz sintiéndose uno más. Si, en cambio venía una visita y él debía quedarse fuera para no molestar notabas su resignado malhumor.

Con los otros perros, he de decir, siempre tuvo una relación distante. Al ser como un toro de lidia sé que asustaba y, por ello, siempre lo llevaba atado y permitía sus relaciones con cautela.

Recuerdo sus excursiones a la playa y a la montaña. Su primera vez en la nieve en el Benicadell, como un niño más jugando con sus primos disfrutando de esa cosa blanca y fría. Se me han quedado grabado en la retina los saltos y las carreras en la Serra de Mariola cuando ya era un adulto de unos cinco años. Era la viva imagen de un lobo salvaje. Ir a la playa era una pasión para él y la playa de l'Auir el patio de juegos donde correr desaforadamente y cavar como si se hubiera vuelto loco. El agua, el mar, el río, le encantaban. Si podía se lanzaba a nadar sin miedo. Si me acompañaba a la montaña se convertía enseguida en parte del grupo. Yo creo que recorría tres o cuatro veces el trayecto pastoreando a todo el rebaño humano, no fuera que nos perdiéramos. Era todo energía, todo vida, todo fuerza. Darle un juguete de cuerda era volverle loco. Lo agarraba entre sus fauces y tiraba con tal empuje que hubiera podido poner en movimiento un coche. Eso sí, cuando tenía una rama en su boca te chuleaba y no te la devolvía si no empezabas a maldecir y amenazarle con enfadarte. Para chulos él y si no que se lo dijeran al perro blanco del desguace con el que se marcaba alguna carrera cerca arriba, cerca abajo. En cuanto veía a caballos le encantaba pastorearlos con toda la inconsciencia de alguien que no sabe que de una coz le pueden partir la cara.

Con el tiempo se hizo aquello que venimos a decir "perro viejo". Aprendió trucos como saber abrir la puerta, saber decir cuando quería algo, incluso a tener su independencia para hacer lo que apetecía. De tener su lugar en la cochera poco a poco fue ganando, con la ayuda inestimable de mi esposa que se lo consentía todo, su espacio en otras partes de la casa. Tenía sus filias y sus fobias. El cartero, ese tipo que hurgaba en el buzón cuando no estábamos en casa era su enemigo declarado. No le gustaban las campanas porque solían ir acompañadas de música estridente o petardos. No le gustaba el microondas y sus explosiones imprevistas. En cuanto nos veía acercarnos al endiablado aparato salía en estampida. Si sonaban los lejanos temblores de una tormenta corría hasta la buhardilla, donde no se supone que debería subir, y, pidiendo permiso, se situaba a tus pies para sentirse protegido.

Cuando viajábamos él tenía también sus vacaciones en Beniarjó en casa de mis cuñados. Con facilidad aprendía de su lugar en ese nuevo espacio y se adaptaba a quienes sabía parte del clan. Jose, mi cuñado, y él tenían una relación muy especial, como de amigos que se quieren y se respetan. Pero era llegar y él corría a subir al coche y a volver a su rutina con total fidelidad.

Navidad tras navidad lo vestimos con gorritos, le pusimos corbatas y él aceptó con mucho amor a mis padres, a Rosalía, a mis sobrinos, a toda la familia. Era feliz cuando nos veía a todos juntos y se ponía hasta pesado y empalagoso de tan bien que quería quedar.

Estoy seguro, porque me lo probó, que tenía una vida interior muy rica. Era un día bajando al río, él chapoteaba por la acequia cuando tropezó con una tapa de hormigón en el suelo y empezó a fluir el agua donde no debía. Yo me acerqué y la puse en su sitio y continuamos al río. Al cabo de unos quince minutos pasamos otra vez por el mismo sitio. Sin dudarlo, sin haberlo olvidado, corrió al lugar exacto y con la pata intentó investigar qué era lo que había pasado. Me acerqué y la abrí, el agua volvió a desviarse y él lo vio y entendió. Se dio media vuelta y continuó el paseo.

Los años pasaron y el perro siguió siendo un ser que nos unía mucho. En casa podíamos tener discusiones, pero si en algo todos estábamos unidos era en el amor al perro que nos embobaba y nos hacía tener conversaciones sobre si hacía esto o lo otro.
Hace un par de años lo llevé a la montaña con un grupo de compañeros y se perdió. La angustia fue total. Cuando lo encontré, exhausto y con los pulpejos destrozado tuve que traer el coche. Fue la primera vez en la que me di cuenta de que ya no era el que había sido.

La vida se le pasó entre patio y patio, entre el sol y la sombra del verano, entre ladridos desaforados y exploraciones concienzudas de cada rincón de la zona. Ser perro es también vivir muchas horas de aburrida soledad, pero jamás nos lo reprochó. Al llegar siempre era alegría y bienvenida eufórica.

Ya hacía unos años que Troy empezaba a tener problemas en las patas, pero por lo demás fue adelante. Este invierno empezó a tener dificultades progresivas que le impedían cada vez más levantarse, saltar o vivir con alegría. Sólo cuando veía que íbamos a dar un paseo en coche, no ir al trabajo diario, sino paseo de domingo, se animaba y corría a señalar al portón para subir. Si te veía ir a por el colchón no se despegaba ni medio metro hasta que estaba en su posición arriba del coche mirando el mundo con la curiosidad de un ser inteligente.
Cuando nos miraba sereno tenía esos mismo ojos dulces color miel del bebé que una vez tuvimos. Esa mirada que traduce vida y que te dice te veo, me ves, existimos, estamos vivos, estamos juntos. Me alegro de que mi hija estuviera aquí en estos momentos. Hace unos diez días nos sentamos en corro con él en el centro, jadeando feliz y mirando las caras de los tres con arrobo. Por desgracia el miércoles empezó con ataques epilépticos debidos a una grave enfermedad que tiene una incubación larga, pero cuando se manifiesta lo hace de forma virulenta. Nos dieron esperanzas y, tal vez, eso hizo más dura la noticia. El pobre entre fuertes ataques, nos tuvo en vela la noche del miércoles al jueves. No pudo ser.


Quiero recordarlo en la playa de l’Auir, en los días de verano, cuando Mara, Troy y yo dejábamos que el sol bajara hasta ponerse mientras él jugaba con la arena. ¡Cava Troy, cava! y él entusiasmado lanzaba montones de arena con la lengua y la nariz rebozadas y cara de la más absoluta felicidad.





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