Cuando yo volaba por las montañas de la Drova

No recuerdo que ahora sueñe con volar. Más bien, mis sueños actuales, suelen asociarse frecuentemente a casas donde el agua se desploma desde el techo al mínimo aguacero y donde la construcción siempre parece mal concebida o ejecutada. Son ensoñaciones, probablemente, de adulto consciente de un pasado que va desapareciendo; metafóricamente va quedando en ruinas.

Si, yo volaba. Recuerdo, o he reconstruido sueños de niño, en los que saltaba desde un altozano y planeaba hasta un pilar en el que me posaba con la gracilidad de un ave. En otras ocasiones lo intentaba una y otra vez hasta que mi cuerpo adquiría la destreza necesaria y conseguía leves planeos.

Mis vacaciones de niño lo fueron algunos años en la Drova. Mis padres alquilaban, junto a mi tío Salvador, a un cliente de la relojería, una de las casas de lo que fue la granja monástica. Era un edificio de muros tan gruesos que mantenía la frescura de una cava incluso en los días de máximo calor. Las semanas que pasábamos en el lugar tenían unas rutinas diferentes a las habituales en casa. Tanto era así que la vuelta era a un hogar que pareciera había sido abandonado años atrás y no tan sólo unas semanas. Cada mañana, mi padre bajaba con su Lambreta hasta Gandía y volvía para comer. Como buen niño egocéntrico que era todo lo veía natural y jamás me planteé su esfuerzo de ir y volver repetidamente al trabajo cada día.

Los días en la Drova transcurrían con esa rara libertad de la cual sólo los niños de los pueblos pequeños siguen gozando. En la parte baja de la calle vivía una familia de Valencia con un hijo de nombre Edy que fue esos años compañero de juegos. Teníamos en un campo de almendros cercano una especie de casita hecha con piedras apiladas de apenas un palmo de altura pero que, con la fuerza de la imaginación, completábamos hasta ser la fortaleza de nuestros juegos.

Con la bicicleta de mi primo Salvador, que yo no podía tener, aprendí a mantener el equilibrio a base de subir y bajar una y otra vez la cuesta de la calle arrastrando los pies en trayectorias paralelas a las ruedas. Volví a casa, por supuesto, con esa habilidad que nunca más se olvida.

Cada mañana la rutina nos llevaba a la única piscina pública de la zona, el Restaurante el Romeral. Pagando una entrada podíamos disfrutar del agua hasta la hora de comer. En el mismo lugar estaba el supermercado donde hacer las compras y alguno de los propietarios de los perales de la zona podía vender algo de fruta a los veraneantes de la colonia. Otro punto de visita diaria era el Bar de María, famoso durante años por sus paellas. Entrábamos hasta la barra y salíamos chupando un polo de hielo en bolsa, un invento de la época que ha persistido. En la televisión insistían machaconamente con una cancioncilla estridente "Flag Golosina, mi rico helado, del congelador lo saco congelado, siempre en la cima, Flag Golosina. Haz en casa tus helados, Flag Golosina, Flag..." 

Con fastidio nos veíamos obligados a hacer la siesta de la que escapábamos en cuanto podíamos. En una ocasión mi primo Salvador, dado a dar por reales sus fantasías, fue preguntado por su hermana Olga. Sin la menor duda contestó que estaba en la carretera. La familia salió en tromba sin encontrarla, para descubrir, más tarde, que la niña dormía plácidamente su siesta. El día pasaba entre correrías por el frontón, buscando otros niños que veraneaban en los cercanos apartamentos o buscando enormes y jugosas moras entre las zarzas. Una vez fui invitado al cumpleaños de mi condiscípulo del colegio Toni Lloret en uno de los apartamentos y cuando llegué su madre me preguntó por el plato y el vaso que debía de llevar. No me había enterado y sin más me prestaron unos para continuar la pequeña fiesta.
El verano en la Drova siempre venía, como en una buena novela, acompañado de personajes y aventuras o experiencias. Una vez mi gata, Linda, que nos acompañaba, extrañó la casa y desapareció o se perdió, quien sabe con los gatos, durante días. Cuando volvió parecía extrañada y cautelosa con el lugar que no asociaba con su familia adoptiva y le costó vencer las precauciones y bajar al patio.Una de tantas veces mi abuela materna Amparo nos visitó y la recuerdo preparando horchata con un mortero y un colador y yo mirándolo desde debajo.

Con cada día que pasaba íbamos conociendo más y mejor nuestro pequeño reino. Como niño la sensación siempre es la de ser el primer ser en el mundo que descubre cada pequeño detalle. Somos, a esas edades, poco conscientes del pasado y de los que nos han precedido. Poco importa que las balsas que se llenaban del agua de la Fuente del Olmo fuera un antiguo sistema de riego de la época de los monjes. Lo único realmente relevante es que estaban llenas de carpas de colores y de ranas, trofeos de caza mayor a los ojos de un niño. Una vez, otra vez mi primo Salvador, protestaba del calor mientas nuestras madres hacían la colada y sin más contemplaciones lo metieron sin ropa en una de los dos abrevaderos entre risas descaradas al verse desnudo delante de todo el mundo.

Los niños dormíamos en un colchón en el suelo del piso superior. Una vez me desvelé, lo recuerdo como mi primera noche insomne, y estuve mirando durante horas las siluetas de los tejados recortando un cielo estrellado.

No muy lejos del lugar había un camino que subía por la umbría hasta el Aldaya y al llamado "Forat de l'aire". Empezaba entre dos imponentes higueras una de las cuales, rodeada de una cerca de piedras amontonadas, servía de corral donde un pastor encerraba su ganado. Era el mejor lugar donde encontrar las moras más grandes y jugosas. Un poco más arriba estaba la "Font de la Mongeta" siempre ofreciendo un caudal mucho más modesto que la cercana "Font de l'Om" pero mucho más encantadora en su coqueta ubicación.

Si en algún momento de mi vida he volado, yo diría que fue precisamente allí. Descubrimos que corriendo y saltando los bancales escalonados podíamos bajar al camino casi sin tocar el suelo, o al menos esa era la sensación. Libertad, vacaciones, niñez, todo está contenido es esta metáfora del niño que cree firmemente que puede volar, que vuela realmente en su imaginación. Yo volaba en la Drova.

En aquellos años los agostos finalizaban invariablemente con tormentas para fastidio de los niños y alivio de los mayores. Llegaba el momento de decir adiós al verano entre los colores plomizos del cercano otoño, el papel nuevo de los libros y el delantal recién planchado.

El vuelo finalmente se acaba pisando tierra. Es la ley de la gravedad, ley de vida.

* Nota. Dice el neurólogo Oliver Sacks que los seres con discapacidades mentales o simples pueden, no obstante, tener otros factultades de comprensión del universo magnificadas, de tal modo que pueden disfrutar de la geometría secreta del universo sin tener que sumarlo, operarlo o analizarlo en categorías. Simplemente comprenden esa armonía universal básica que igual hace girar los planetas como lleva los cambios en el Universo.

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