Viviendo junto al precipicio



A poco de descender unos metros desde Fleix, se ve el camino llamado de "los 6500 escalones" hecho, se dice, en tiempos de los moriscos. A primera vista sorprende la magnitud del esfuerzo realizado para comunicar un valle agreste como pocos. El camino, amplio y bien trazado, con poderosos márgenes de piedra seca que nivelan su recorrido, viene reforzado cada metro, más o menos con una banda de piedras que hacen de escalón y facilitan el recorrido al caminante y a las bestias.
Tras unos cientos de metros el camino atraviesa un barranco y se pasa por un pequeño túnel al otro lado de un muro de roca. Una vez traspasado se comprende cabalmente el porqué: el barranco cae abruptamente en vertical en lo que debe ser una cascada en días de mucha lluvia. La magnitud y el relieve recuerdan de alguna manera a la Gran Muralla China. Enroscado a la roca el camino sigue obstinado hasta besar suavemente el cauce pedregoso del barranco. La pesadilla de la nueva subida, en un día de calor, se ve disipada al llegar, en lo alto, a un pequeño refugio de algún ecologista soñador. En medio de la nada, junto a una pequeña fuente con su bomba manual, hay algunas edificaciones dispersas, que se restauraron no hace tanto, entre plantas muy crecidas, que indican su abandono. A la mente me vino la novela de Paul Theroux "La costa de los mosquitos", en la cual el urbanita que cree en el refugio en los mares del sur, acaba sucumbiendo a la implacable crueldad de una naturaleza que no admite concesiones.

En nuestra ignorancia acudimos a la montaña bien pertrechados y alimentados y nos sumergimos en las sendas y parajes ancestrales. En nuestra burbuja civilizada y armados de gps y teléfono móvil,  olvidamos que lo que hoy es una jornada de aventura fue, en el pasado, el lugar donde sobrevivieron duramente campesinos y pastores, bandidos y maquis o moriscos arrinconados por la avaricia y el temor cristianos. Desde la conquista de la Corona de Aragón ningún otro espacio les quedó para vivir en paz, según sus costumbres, que en las montañas. Desde la Vall de Gallinera hasta Polop hicieron del duro desierto montañoso un lugar autosuficiente donde sobrevivir. Con el tiempo recrearon su mundo entre páramos yermos, laderas de vértigo y picos imposibles. A pesar del hostigamiento constante, bautizos forzados y leyes discriminatorias se aferraron a lo único que tenían, sus tierras, sus valles, su mundo ancestral centenario. Después de más de setecientos años nadie podía decir que no era el suyo por más que siempre, interesadamente, hayamos hablado de la "Reconquista" y no simplemente de la conquista militar y ocupación de su casa.

Decididos a resistir, una vez decretado su destierro, clavaron su destino en una prórroga de unos pocos meses hasta que los soldados reales los arrancaron literalmente de su mundo. La colonización de cristianos llegados de las islas, su dulce dialecto que todavía resiste entre la Vall de Gallinera y Tárbena, jamás llegó a llenar totalmente el vacío que dejaron los expulsados. Diseminadas por las alturas, decenas de masías, corrales y refugios, hoy abandonados, hablan del esfuerzo de generaciones para sobrevivir en un entorno tan bello como correoso.

El senderista suele ser un personaje amable. El saludo, improbable en un entorno urbano, se convierte en obligatorio y las palabras de aliento o el comentario banal en hábito obligado. Agosto no es un mes para las caminatas al sol, pero las vacaciones y la fama del lugar atraen a decenas de senderistas que disfrutan de un recorrido tan duro como hermoso.


Desde la ladera se aprecian imponentes las dos columnas de piedra que marcan la salida del Barranc de l’Infern. Encajado entre paredes pulidas por mil riadas atraen con cantos de sirena a los más osados y se cobran su tributo de vida cada vez que el agua baja con fuerza y atrapa a algún aventurero. Nosotros nos limitamos a volver a cruzar el cauce y ascender siguiendo el sendero.
En una de las cimas hay una mezcla de nuevos románticos, ocupando viejos espacios y casas abandonadas a su suerte quien sabe cuándo. Curiosamente hay una choza de piedra que algún iluso acondicionó y a la que hoy pone precio. Mal lo veo en un lugar perdido en la nada con un acceso complicado. Un día arriba puede ser perfecto, una vida en la nada sólo es cuestión de ermitaños. Almorzamos en una casa con aspecto de haber sido rehabilitada y nuevamente abandonada. Bajo un árbol los caminantes han improvisado con placas cerámicas una suerte de comedor al aire libre que nos permite descansar y charlar a la sombra.

El camino vuelve a bajar por una ladera rocosa y desértica para ofrecer su último reto antes de llegar a las alturas de Benimaurell. Paso el pueblo de calles angostas y me cruzo con algunos niños disfrutando de la libertad de los lugares pequeños. Sus llamadas en valenciano resuenan por las calles como ecos de las generaciones de niños que han vivido su felicidad en este valle remoto. En la pequeña plaza está la iglesia de donde sale el rumor de la misa. Son días de fiestas locales. Los pocos miembros de una banda de música descansan a la sombra en un callejón cercano. Moriscos, mallorquines o valencianos, todos tenemos sangre mezclada por más que pongamos el grito en el cielo al ver a los musulmanes que van volviendo poco a poco a la península. En el fondo más que una cuestión de raza es una cuestión de cultura. El paisaje es común, el patrimonio muchas veces compartido, pero la cerrazón de unos y otros nos impide convivir sin interferirnos.



Hoy, en el siglo XXI, gozamos del patrimonio islámico que todavía pervive. Nos habla de unas gentes que dejaron vacía la concha que fue ocupada por nuevos habitantes que la hicieron suya. Han pasado muchos siglos y los cabecillas del integrismo islámico todavía reivindican la España que fue suya, Al Andalus. No parece que, si llegaran a conquistar la península, fuera a reinar precisamente la tolerancia, pero tampoco podemos nosotros hacer gala de la misma completamente. Dudo que estemos preparados para convivir mientras haya conceptos fundamentales que nos separen. En una sociedad como la nuestra donde la libertad e igualdad lo han de ser para hombres y mujeres en iguales condiciones no encaja bien esa diferencia manifiesta en las sociedades musulmanas. La expulsión de los moriscos fue nuestra tragedia del siglo XVII, la expulsión y exterminio de los cristianos sirios lo es en el nuestro. Somos personas y deberíamos entendernos, pero por desgracia no es así.

Cada escalón de la ruta es una muestra de esa lucha por sobrevivir y dar comida y cobijo a los nuestros, cada pared, cada despoblado, testimonios de generaciones que se aferraron a la tierra. ¿Qué nos queda? El paisaje común que tanto amaron y tanto amamos.

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