La atracción por el vacío: volando alto
"Si no estamos en paz con
nosotros mismos, no podemos guiar a otros en la búsqueda de la paz"
Confucio
Recuerdo de mi primer ordenador
aquel simulador de vuelo primitivo que permitía recrear la sensación de volar.
Con la torpeza del inexperto en multitud de ocasiones acababa estrellando la
Cessna que pilotaba. Otras veces era yo mismo el que deseaba probar el vértigo
de la caída enfilando el aparato contra el suelo simulado. Hay que reconocer
que en nuestro interior hay siempre un magnetismo de atracción o de repulsión
hacia la muerte.
Uno de los pioneros de la
aviación, el brasileño Alberto Santos Dumond, maravillado con el paisaje
infinito y la belleza del mundo visto desde el aire, creyó inocentemente que el
hecho de volar cambiaría por bondad la maldad del género humano. Estaba, como
sabemos, completamente equivocado, ya que en la Primera Guerra Mundial, a pocos
años de la invención de la aviación, los aeroplanos se convirtieron en un arma
letal y los cielos en el nuevo campo de batalla.
Andreas Lubitz, el piloto que
decidió estrellar el vuelo comercial de Germanwings era aparentemente el
triunfo de un país y de un modelo social. Alemania es un país de casitas en
barrios pulcros y entre colinas con abetos. Un país ordenado y seguro de si
mismo que mira con cierto desdén, entre tolerante y desdeñoso a los países donde el
desorden es más frecuente que en el suyo. Los alemanes son criados, y lo sé
bien porque es un país que amo y he tenido ocasión de conocer, en una sociedad
confortable que les da todas las oportunidades que otros no tienen. Sus hijos
viajan pronto y sueñan alto. Se saben pertenecientes a la casta del primer
mundo que producirá los mejores vehículos, dominará economías y viajará con
billetera llena por todo el mundo.
Andreas Lubitz soñó alto. Soñó
con un mundo prístino de cielos y hermosas nubes, con la libertad de las
cumbres del mundo pilotando uno de los símbolos del mundo moderno, el avión de
pasajeros. Soñaba con ser parte de esa élite de personas con galones que
seducen por el poder simbólico de su profesión. Gente de mundo, con experiencia
internacional, respetados por la responsabilidad y dificultad de su profesión, con
familias modelo que viven en casas pulcras, en pequeños barrios rodeados de
jardines arbolados. El sueño alemán en un mundo donde Alemania es, en muchas
cosas, un modelo.
Alemania fue a principio de siglo
XX un referente por su modernidad. La mayoría del conocimiento químico, físico,
artístico y musical más avanzado de su momento se daba precisamente allí.
Movimientos artísticos como el expresionismo, la pureza formal de la Bauhaus,
los inventores de cohetes, Tomas Mann o Einstein se criaron en este mundo
germánico de la primera mitad del pasado siglo. Algo se torció cuando los alemanes
volaron muy alto. Soñaron ser una potencia europea con derechos coloniales que
los demás respetarían por su fuerza y su poder. Fracasaron en el primer intento
y se dieron un batacazo con graves consecuencias. Del accidente surgió una
sociedad comida por el rencor que se convenció de su verdad patológica para
abrir un nuevo conflicto de consecuencias incalculables. No se sabe con certeza
pero entre 45 y 70 millones de personas de muchos países se llevó Alemania en
su suicidio colectivo. Cuando todo estaba perdido los alemanes siguieron
adelante contra toda razón arrastrando en su caída a todo aquel que volaba con
ellos. Hay algo en el carácter alemán de férrea disciplina que les lleva
adelante cuando otros pueblos aceptarían con resignación que si el camino está
cerrado no hay que saltar por el precipicio sino disfrutar de la vista.
El caso de Andreas Lubitz podría
haber ocurrido en cualquier país. De hecho son, al parecer, varios los pilotos
que deliberadamente han hecho estrellar su vuelo llevándose consigo las vidas
de sus pasajeros. Andreas quiso siempre volar y convirtió su pasión en su
obsesión. Estoy seguro de la normalidad de su entorno, incluso de la
bondad de su familia y su comunidad, pero en la mente de las personas y los
pueblos siempre existe ese peligro de convertir sueños en pesadillas en una
sociedad que nos habla de productividad, éxito, sueños, salud y bienestar. No
creo que podamos hablar de bondad o maldad en los actos de una mente perturbada
pero sí de la maldad implícita de una sociedad que no nos enseña a aceptar que
el dolor, el fracaso, la enfermedad o la muerte son parte de la vida. Tan altas
son nuestras expectativas que la colisión con el suelo siempre es brutal. Eso
ya lo sabían los griegos cuando crearon el mito de Ícaro que voló hasta que sus alas de cera se fundieron. La tecnología siempre tiene sus límites.
Comentarios
Publicar un comentario