Requiem por un hospital


Esta mañana veía desde el Café Ronda el trasiego de ambulancias precedidas por motoristas de la policía municipal con sus luces azules y sirenas. Uno a uno los pacientes eran transferidos al nuevo hospital al otro lado de Gandía como si de una operación militar a gran escala se tratara.
La sanidad, la salud, la medicina son partes de nuestra vida. Mis recuerdos en aquello que concierne a la enfermedad empiezan en una época donde ya no se nacía en casa pero sí era normal morir en ella. Las visitas de mi tía Maruja a casa para ponernos una inyección están entre mis primeras experiencias. Las cajitas metálicas con las agujas, el agua hirviendo, el alcohol y la humillación de mostrar las posaderas de espalda al previsible dolor, eran vistos con el terror de la ignorancia infantil. Entre la bruma de la memoria renacen las imágenes la clínica donde nací y su aspecto de casa familiar burguesa en la Vila Nova. Rescato de mi memoria las intervenciones del maravilloso doctor Ribes que aliviaba mis constantes lesiones de oído cuando era nadador. Nunca quiso cobrar a mi padre por ello. Por supuesto los relojes los tenía reparados igualmente gratis.
De joven las visitas al médico son casi casi como las revisiones de los automóviles en sus primeros años; un cambio de aceite, un vistazo a los niveles, repostaje y listo. De mayores las reparaciones son a motor abierto, con los cables al descubierto y con un sistema que se hunde en la decadencia de los mil problemas del final. 
Con esa visión optimista y poco crítica que da la juventud pensaba que el nuevo hospital San Francisco de Borja, justo el que hemos cerrado por viejo, era un edificio moderno y con la grandeza que requería una ciudad con importancia que yo pensaba tenía Gandía. Para una mente joven el tamaño va parejo con la categoría. Para un adulto ya en sus cincuenta el matiz es el que cuenta.
Definitivamente veo con antipatía el Hospital Francesc de Borja que hoy se cierra. Fue siempre un edificio aparatoso, algo carcelario, con ventanas repetidas de forma obsesiva, de color macilento, laberíntico, incómodo. Si tuvo una juventud desgarbada, con los años empezó a manifestar signos alarmantes de decadencia prematura. No guardo cariño a esos pasillos infinitos iluminados por la agria luz del neón. Me parecen tétricas las tripas del sótano donde ropa sucia y cadáveres se repartían espacios codo con codo con el dolor de las urgencias. Para mí el hospital representa esos días y horas elásticas de la espera  que deformaban espacio y tiempo. Con un libro, siempre de terror que nunca superaba la realidad, filosofaba sobre las vidas y destinos de los que entraban y salían. En mi sitio sobre una hilera de sillas de plástico y frente a la máquina expendedora de bebidas y golosinas, observaba a los enfermeros que trajinaban con sillas de ruedas y camillas desde la boca oscura de la puerta de urgencias. Me distraía viendo las historias de los otros. La pareja de jubilados que se daban la mano como náufragos, la anciana con la única compañía de una auxiliar de la residencia, el niño asustando a los brazos de unos padres primerizos.  Era siempre un lugar donde humanidad y tensión convivía minuto a minuto. Siempre había un alma bondadosa, un buen samaritano junto a un energúmeno vociferante que se quejaba, con razón o sin ella, de las esperas o del trato. La risa, el tedio, el dolor, el humor, los sentimientos siempre flotaban ingrávidos entre los recovecos cubiertos de azulejos de la zona de urgencias. 
Las idas y venidas eran constantes. El personal siempre se ha quejado del trasiego excesivo de los familiares por los pasillos y, por ello cuando yo los recorría lo hacía con la vista fija y paso seguro. En un lugar tan enorme nadie sabe realmente quien es el desconocido que vaga esquivando camillas con viejos decrépitos.

Ya en mi última estancia, el pasado verano con mi padre se dejaba notar cierto abandono. Veía las chapuzas para arreglar una deficiente refrigeración, los mohos o las manchas de fluidos que salpicaban las paredes. Recuerdo los orinales que como ánforas blancas dominaban en los baños de las habitaciones, la indignidad de la desnudez de los pacientes y la decadencia de la vejez.

Sé que soy injusto porque un hospital es un campo de batalla entre la vida y la muerte. En él también nacen bebés con toda la ternura de una vida que llega. Es la única parte donde el engendro muestra su cara más positiva. Pero la muerte a zarpazos, acaba siempre ganando la partida. Es ley de vida. No tengo nada en contra de los profesionales porque muchos de ellos, la inmensa mayoría, dieron su trabajo y su sonrisa para aliviar a enfermos a veces hacinados en "boxes" o en habitaciones. Pero insisto que era un edificio que se fue convirtiendo en pesadilla con el paso de las décadas, experiencia tras experiencia.

Me duelen todavía las horas desesperadas de insomnio en una silla que se clavaba en la columna como un estilete, los gritos de los dementes por las noches o el deambular de madrugada por el edificio. En cuanto tenías un momento de relax llegaba el turno siguiente y una tropa de uniformes blancos invadía la habitación retirando orines, clavando agujas o atiborrando a pastillas. Me viene a la mente el dolor de la muerte que llega, la incomprensión o la soledad tanto como la alegría de la partida al ser enviado a casa.

Del hospital me quedo con lo mejor: las personas. En los muchos días que estuvo mi padre compartí muchas historias personales. El dolor de unos padres por la caída en desgracia de su hijo. Las horas muertas incitan a la conversación íntima y a la exposición de nuestras obsesiones particulares. Mi padre tuvo suerte en sus últimas cuatro semanas con la gente que le tocó conocer. La felicidad de un amor improbable entre una inglesa y un español fumador impenitente con sus pulmones destrozados. La amabilidad de aquella bióloga que por falta de oportunidades ejercía de limpiadora y que le llevó el que fue el último regalo que tuvo mi padre. Yo mismo disfruté, no lo sabía entonces, de la confesión, del balance de toda una vida que hizo sin saber (¿O tan vez si?) que estaba a unos pocos días del final.

No amo a los edificios, menos a éste, que arquitectónicamente era deleznable. Si algo le ha salvado todas estas décadas es la increíble humanidad que lo ha poblado a las personas, enfermos o personal sanitario que con unas palabras de amables han iluminado el sufrimiento que conlleva la existencia.





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