Vacio



El diario el País anuncia para el fin de semana la publicación de un artículo sobre la personas que desaparece en España. En la publicidad de la radio habla de 25.000 personas cada año que dejan de acudir a los actos de su vida cotidiana diaria y pasan a ese limbo indeterminado y hueco para desesperación de muchas de sus familias.
Me gusta decir que las fotografías son mentiras porque ocultan mucho más que lo que muestran. El mismo hecho de elegir el encuadre destroza de un plumazo el hecho poliédrico que constituye la realidad. La misma sensación de realismo oculta el hecho de que el fotógrafo y el modelo eligen qué relación desean establecer frente y tras el objetivo y frente a ello el observador sólo le queda interpretar, intuir, fantasear.

Hace unos días recibí, en uno de tantos correos en cadena, la imagen de Marta del Castillo la muchacha que desapareció hace unas semanas en Sevilla. Lo que en otro tiempo fue una foto intrascendente de una joven más de tantas ─ podría ser mi propia hija o cualquiera de las alumnas de mi instituto ─ adquiere un aura inquietante que nos lleva a lo más profundo de la intimidad del ser humano. La foto, en otro momento de difusión limitada por su condición de menor, traspasa la intranscendencia del momento y se convierte en un icono social como lo fue Madie, la pequeña inglesa desaparecida en Portugal en su momento, como lo fue el pequeño Jeremy en Canarias, como lo fueron las muchachas de Alcasser, desaparecidas a principios de los 90. Marta posa frente a un decorado en lo que parece un parque temático. Parece el poblado indio de Peter Pan, el “País de nunca jamás” el mundo de los niños perdidos. En su cuello un collar de conchas blancas sin valor entre la coquetería de la niña que fue y la mujer que llega. La sudadera de Mickey y el color rosa de la camiseta parecen guiños a una infancia pasada, al tiempo de la princesa que todas las niñas sueñan alcanzar. El pelo se muestra en la foto como claro, de color pajizo, algo alborotado. Marta no sonríe abiertamente. Algo inquieta la comisura de sus labios. Su mirada molesta probablemente delata su incomodidad adolescente con su propio aspecto. En aquel momento jamás hubiera imaginado que esa imagen llegaría a ser el icono de su propia ausencia.

Recuerdo un alumno que tuve en el instituto de Pego y que desapareció durante muchos meses. Andrés, el delegado de una de las clases de las que fui tutor, un muchacho enclenque y reservado. De la persona que conocí sólo quedó una foto borrosa de carnet que durante meses inundó los programas de televisión de aquella época. Del muchacho tímido la leyenda y de su vida sólo un manojo de huesos bajo un acantilado y un reloj de pulsera marcando impertérrito el paso del tiempo.
En las fotografías del alemán Sander vemos retratada toda la sociedad alemana de los años veinte. Cada una de esas miradas, su trascendencia, su inocencia, su sufrimiento, su alegría, nos llevan a esa pregunta sin respuesta sobre qué es, sobre que nos hace ser seres humanos, nuestra importancia y nuestros sentimientos, nuestros derechos... Es inquietante visitar los monumentos al holocausto o los museos que hay por toda Europa y donde se muestran las miles de fotos de las víctimas. En cada mirada descubrimos un reflejo de nuestra propia e intrascendente levedad.

Cuando somos niños somos egocéntricos. Nuestra importancia se magnifica en un orden del mundo en el que todo tiende a girar en órbitas concéntricas a nuestra vida. Nuestros padres, nuestra familia, la escuela y nuestra pequeña patria doméstica. Con el paso de los años y las frustraciones que conlleva la vida tendemos a reubicarnos emocionalmente y poco a poco vamos entendiendo que como mucho somos una pobre célula con una función limitada en la historia de la humanidad.
Nuestra vida se estructura en nuestra red de afectos, nuestros amigos, nuestro pequeño mundo y por ello podemos decir que somos afortunados si nuestra vida sigue el esquema previsto por la evolución. Ser hijos felices de unos padres bondadosos, ser jóvenes felices en un mundo que parece infinito, formar lazos afectivos estables y gozar de una vejez regada del cariño de las generaciones que nos suceden. Vivir, morir, tener una vida productiva...

Creo que el horror de los desaparecidos está precisamente en el vacío que deja cada vida truncada y lo reveladora que es de nuestra propia condición. Creamos mundos que pensamos sólidos, pero que se disuelven como el azúcar cuando caen en el frustrante hueco de la desaparición. Una juventud truncada, una niñez eterna, la soledad de la locura...

Si hay algo que puede llegar a destrozarnos la vida, a hacer añicos ese esquema que queremos creer sólido, es el inconmensurable vacío que puede llegar a representar las preguntas sin respuesta ¿A dónde fuiste? ¿Qué fue de ti? ¿Qué fueron de tus ilusiones? ¿Nos dejaste? ¿Estás vivo? Sin eco morimos en la nada.

PD. Espero de todo corazón que Marta y tantos otros niños puedan aparecer de alguna manera, espero que vivos y si no al menos que sus seres queridos puedan tener respuestas.

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