Máxima entropía



El sol ilumina con suavidad un paisaje de arrozales. Montañas conocidas y desconocidas dibujan masas de azul que flotan en los colores dorados de la tierra y la vegetación. En muchos lugares se reúnen los compañeros de trabajo para recordarse unos a otros que somos animales sociales. El paisaje se abre tras el salpicadero en una sucesión infinita de formas que me llevan a mi destino.
Un cuerpo con su cabeza cubierta por un casco de motorista yace de costado sobre el asfalto. Sus brazos están extrañamente rígidos y no está cubierto ni acompañado. No hay nadie dándole consuelo. La policía municipal, con cara estoica, dirige el tráfico de forma rutinaria mientras una ambulancia se acerca con la parafernalia de luces y sirenas propias de las urgencias. A un lado los coches esperan su turno para pasar, al otro los conductores miran con el rabillo del ojo el drama.

Estoy de camino entre varias visitas para llevar un detalle de navidad a unos amigos que siempre me han demostrado que lo son. Nos conocemos por motivos profesionales, pero más allá del negocio están las personas, las complicidades y sobre todo la estima y el respeto. Pasan los años y ciertas personas nos demuestran que sigue existiendo la humanidad entre los seres humanos. El accidente, el frío de la muerte, es como un trágico recordatorio entre cálidos abrazos de amigos.

El día venía con augurios de violencia. El Gobierno de España reiteraba su deseo de reunirse en Barcelona, el Gobierno de la Generalitat de Catalunya bailaba entre el sí y el no y los Comités de defensa de la República prometían un día de movilizaciones. Los cuerpos policiales deshacían lo que los otros montaban en un baile de mareas. Al otro lado de la frontera los partidos del nacionalismo español lanzaban proclamas. Traición dijo uno, humillación dijo el otro, viva España dijo el tercero. La sociedad es como una bandada de estorninos que se hincha y se deshincha en el cielo, que cambia de dirección y vuelve sobre sus pasos o que choca o se une con otra con la que confluye a toda velocidad. Siempre se acaba negociando y siempre con enemigos. La historia es terca y Sísifo vuelve a su rutina un siglo detrás del otro.

El mismo día, unas horas antes. Un desfile de niños saliendo del instituto camina ilusionado en la fría mañana. Todavía no han llegado los primeros rayos de sol. A sus doce años poco más les importa que ver si hay cobertura para el teléfono en plena naturaleza y si pueden cruzar el puente que forman dos tubos y que salva el río Serpis a la altura del rincón de Tarrasó de Villalonga. Nos hacemos la foto de grupo. Decenas de caras miran al objetivo que va a detener por un instante el tiempo. En unos segundos la fotografía ya es historia. ¿Quién no ha tenido doce años y comprende esa mezcla de ignorancia, ilusiones y alegría de vivir?

Un poco más tarde, de vuelta en las aulas, montamos un pequeño taller de fotografía. Se han apuntado chicos y chicas, pero son ellas las que esperan a la puerta. Con la ilusión y la sonrisa limpia de quien nada debe miran a la cámara. Están dejando de ser niñas pero todavía no han entrado en esa fase en la que cuidan su aspecto al milímetro. Ya les queda poco.
Salgo del centro a llevar los regalos a mis amigos. A fin de cuentas, llega la Navidad.
En Zamora una familia, imagino como la mía, los padres de la profesora asesinada hace unos días estarán asumiendo que Navidad ya no lo será más. En el calabozo su frío asesino confeso. ¿Qué tendrá en el corazón?

Llega la Navidad, mis padres no están. ¡Tanta gente ya no está! Ya no hay niños en la familia. Hay que montar el árbol, dice mi mujer, hay que preparar las cosas. Hay que celebrar la Navidad. Como en la canción gira el mundo gira, en el espacio infinito. El mundo no ha parado ni un momento.

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