Alicante, agosto de 2018


Hacía años que no pateaba Alicante. Ayer, las ganas de mi hija de ir a un concierto nos llevaron a ir a la ciudad dominada por el imponente castillo de Santa Bàrbara.

Fue la visita más tranquila desde que, hace casi treinta años, un verano del 1989, pasé unos días en el instituto Jorge Juan, allí arriba del cerro que culmina las avenidas que, pasando la plaza de Los Luceros, vienen desde el mar. Mi compañera de carrera y de sufrimientos opositores, Maria José Carrión, Carri le decíamos entonces, y yo encontramos un hotelito decente en el centro e íbamos y volvíamos subiendo las escaleras del Jorge Juan a hacer los exámenes requeridos. Recuerdo especialmente una vez en qué comimos en un bar. Callos a la madrileña. Encima de la mesa un problema de geometría que resolvimos con sabiduría con esa perspicacia que da la necesidad de aprobar un examen en que te juegas tu futuro. La vida corre rápida y, exceptuando unas jornadas de profesores que tuvieron lugar cuando estaba en Villena y unas cuántas visitas esporádicas, nunca más había paseado por las calles alicantinas.

Al llegar a la plaza de toros la primera sorpresa fue ver una cola literalmente kilométrica de mujeres, la mayoría jóvenes a la espera del concierto. Como fruto de una necesidad imperiosa miles de personas habían tomado las calles en una interminable multitud ordenada de personas enroscada en las manzanas de casas de los alrededores. Nosotros, más curiosos que implicados, bajamos por una avenida que unía el Alicante más humilde y proletario con el más histórico y cosmopolita. Siempre me ha parecido Alicante un decorado de película, con una fachada impresionante y una tramoya decepcionante que te lleva al desierto achicharrado de los cerros que rodean la comarca.
Ayer disfrutamos de una magnífica noche de verano en una ciudad, que, en su centro, me recordaba a las calles del barrio alto de Lisboa. Tengo que decir que me sorprendió como había cambiado la ciudad desde mis días de opositor. Siguiendo el modelo de otras ciudades la explanada y el puerto se han integrado en la vida urbana con multitud de actividades y locales. Alicante ayer me recordaba al Cannes que tantas veces hemos visto en las imágenes del festival, a Barcelona, Nápoles o Estambul. Decenas de personas de todo el mediterráneo se mezclaban sin problemas. Quién diría que muchos más nunca llegaban en un mar no siempre tan amable. Recordé los atentados de Niza y Barcelona y, frente a una masa de gente inocente disfrutando de la noche, me estremecí pensando que frágil es la vida humana.

Alicante está bajo el influjo del Siroco que trae desde Tánger aromas a África. Muchas parejas y mujeres iban con el pañuelo junto a chicas de aquí, mucho menos preocupadas por la modestia musulmana y mostrando la alegría de su cuerpo joven. Muchos italianos, franceses, gente nórdica de origen indeterminado paseaban entre pendientes artesanales, algodón de azúcar y heladerías repletas de matrimonios tomando un refresco en un día de agosto con temperaturas más soportables.
En la iglesia concatedral de Alicante los feligreses acababan la misa y salían a una calle llena de las notas de un músico rasgando la guitarra con sonidos flamencos. Dos calles más abajo la plaza del ayuntamiento estaba más vacía que los alrededores.
La masa humana recorría todos los rincones y plazas bañados con la luz cálida del alumbrado público buscando un lugar donde hacerse unas tapas o cenar. Los camareros y las camareras, con el uniforme negro que se ha impuesto entre los de su profesión, ponían orden en unas mesas que no tardaron en llenarse. Allí arriba, como siempre, la masa pétrea de la montaña del castillo, alumbrada con focos naranjas, observaba impertérrita aquella ciudad que había cambiado durante siglos a sus pies. Ya era cerca de las once de la noche cuando llegamos a la plaza de Los Luceros. En un cajero de un banco un mendigo preparaba su alojamiento nocturno, otro dormía en un banco de la calle con una ristra de latas de cerveza que se alineaban haciendo una flecha que señalaba un bote donde recoger las limosnas.

La dársena de Alicante, que ha ido apropiándose del mar y el puerto, repleto de embarcaciones escandalosamente enormes, son ahora un centro comercial lleno de locales que, con cantos de sirena, ofrecen bebida al resguardo de la luna creciente de agosto. Fuimos hasta donde los de medio pelo podemos llegar. En la entrada de la marina dos vigilantes de seguridad marcaban el hito claro entre los ricos de los yates y los pobres que solo pueden verlos rielar bajo las luces de la línea de costa y del Castillo de Santa Bárbara.

Al volver pasamos por las calles altas de la parte vieja. Los locales, mucho más transgresores, mostraban una clientela colorida. Un travesti enorme con peluca rizada y pestañas negras, vestido con una faldita de lentejuelas salía por una puerta. La bandera del arco iris coronaba la puerta de otro. Gradualmente al bajar todo se volvía más convencional.

Es noche cerrada, suena Pablo Alboran dentro de la Plaza de toros, brama la multitud de fans antes de salir y esparcirse por las calles. La carretera es oscura y nos traga durante una hora y media antes de llegar al hogar.

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