Playa del Ahuir, la propiedad del paisaje


Vivimos una época paradójica donde campa a sus anchas una humanidad tan poderosa como finalmente frágil. Jamás tuvo el ser humano tanta capacidad para cambiar su entorno, para destruir o para crear. Como termitas voraces somos capaces de arrancar la piedra de la montaña y transformarla en gris hormigón armado que se clava en el suelo y se rodea de asfalto. Grandes pistas de negro betún abren camino a monstruos de acero que nos permiten huir al paraíso mientras destruimos tanto el paisaje que recorremos como el que justifica el viaje. Donde el hormigón y el asfalto se imponen nunca volverá a ser el paisaje el que fue.

Mis amigas alemanas, las hermanas Künneke, llegaron a España en los cincuenta cargadas de una Leica de 35mm que les permitió retratar en color una playa de Gandía donde en Hotel Bayren se alzaba solitario en un paisaje de dunas y afloramientos de agua dulce. Dunas y arenales dorados donde  retrataron  viejas españolas de luto riguroso que se refugiaban bajo un paraguas negro en una playa desierta.  Desde el mar retrataron un paisaje de montañas sentenciado a muerte en un par de décadas. Sus excursiones por la huerta cercana me legaron unas imágenes efímeras de una playa virgen y un entorno rural que yo apenas tuve tiempo a ver de niño. Mis recuerdos alcanzan a un verano en el que un amigo de mi padre le prestó un apartamento en tercera línea de playa. Detrás reinaban ya los juncos y los cañaverales, el olor a humedad y los cantos del grillo o la chicharra. Entre caminos de surcos marcados en arena crecían huertas cargadas de la verdura cuidadas como jardines entre casitas de veraneo y marjal donde pasar los días de fiesta.

Han pasado 45 años y en ese periodo he visto crecer las murallas de hormigón de norte a sur y desde el rompeolas hasta la marjal. Lo que fue una playa familiar local se convirtió en la ciudad atestada y ruidosa que llega a ser en verano y solitaria en invierno. Es el progreso, no nos va a faltar trabajo, prometieron uno tras otro los políticos en el poder. La belleza del paisaje, cerrado por el norte por Cullera y por el sur por Segaria, El Montgó y el Cabo de San Antonio, nos ha hizo olvidar ese tumor cancerígeno que siempre ha sido el crecimiento desbocado de la playa. La Colonia Ducal fue un intento frustrado de hacer una urbanización de menor densidad, de menor altura, más civilizada respetando más la línea de montañas y dejando pasar el sol en las tardes de invierno. Por desgracia triunfó la altura y el volumen contra la sensatez.

Fuimos poco conscientes, tal vez lo vimos con ese maldito estoicismo que nos caracteriza, el caso es que no supimos ver entonces cuanto perdíamos y, consolándonos con la falacia de que que podíamos recuperar la playa como una vez fue a condición de caminar hacia Xeraco unos minutos, dejamos que el hormigón creciera y creciera. Como en el tiempo de las colonias parecía que todo era susceptible de ser vendido y explotado. A fin de cuentas aplicamos a nuestra playa el mismo criterio del planeta: apoderarse de su belleza para vivir en la orgía del laisez faire.

Era el final de los setenta. Al otro lado de la playa del Ahuir, donde el río Vaca se abre al mar, había un pedazo de playa donde íbamos con mis padres a pasar el domingo bajo la sombrilla y cargados de sillas y mesa de camping. Mi perra saltaba del coche y corría como loca por la arena con un fondo de caballos de tiro y carros de domingueros que peregrinaban cada fin de semana para disfrutar con sus animales del sol, la arena y el agua. Las montañas seguían dominando el paisaje por el oeste, por el sur ya dominaba esa silueta serrada de las decenas de bloques de apartamentos.

Durante mis años de socorrista la playa quedaba dividida en ocho zonas la última de las cuales se  cerraba con el último mástil de banderas en las primeras dunas de la playa del Ahuir. Los compañeros habían bautizado a la zona como el "Liang Shan Po" en honor al refugio de proscritos de una serie de televisión china que fue popular en la época. El nombre le venía perfecto ya que además de estar cerca de las marjales albergaba tanto a mujeres que deseaban tomar el sol sin sujetador o homosexuales a la busca de plan. Esa zona era sin duda la más tranquila y todos esperábamos que nos correspondiera patrullarla. Alguno de mis compañeros escapaba por unos minutos de la disciplina del trabajo para tener una aventura rebozándose en la arena. El bosquecillo de pinos de la finca de Rústicas era también conocido para encuentros propios de un relato de Manuel Vicent.

Tantas veces llegué a dibujar el paisaje que aún hoy lo podría reproducir de memoria.

Pasaron los años y formé mi propia familia. Nunca me ha gustado el agobio del verano y la playa atestada de sombrillas y turistas hasta impedir, casi, llegar a bañarse con cierta tranquilidad. Cada uno de los extremos de la playa del Ahuir era así el lugar donde acampar y sentir la brisa entre el cielo, el mar y las montañas. Cargados de toallas y con nuestro bebé tomábamos posesión de nuestra parcela disfrutando de las olas y la arena.

Después llegaron los años en que empecé a fascinarme con la belleza de las imágenes que capturaba con mi cámara. Ahí seguían las inmensas moles de tonos azulados y acantilados rojizos flotando sobre las pinceladas ocres y verdes del cordón dunar.

Me hago viejo porque cuando voy a la playa ya no lo veo con los ojos del niño sino con ese cariño íntimo del que atesora mil y un recuerdos de días de sol y luz y otros de mar furiosa y nubes de gris plomizo. La playa del Ahuir, su paisaje, es patrimonio no solo del propietario de los campos. De hecho nadie le impide seguir con la actividad agrícola que tenía. Hace años que se sabe de sus movimientos para poder llenarlo de cemento. El problema es que los propietarios reivindican la propiedad vertical del paisaje y su derecho a devorarlo para obtener el beneficio y eso, metidos en el siglo XXI, en un momento donde el planeta está en riesgo de cambiar a causa de nuestros actos, no debería consentirse. 

Igual que existe el derecho a la propiedad existe la propiedad común del paisaje, nuestro y de las generaciones venideras. El paisaje que se nos ha robado con silencio y alevosía durante décadas ya jamás podrá ser visto por los que lo heredarán. Es tiempo de abordar la cuestión con perspectiva histórica y considerar que la herencia de millones de años de trabajo del agua y el viento
no puede ser dilapidada en unas pocas décadas. El paisaje también es nuestro y puede llegar a ser, porqué no, el mayor atractivo para una playa que necesita ese pulmón y esa cadena de montañas tras las que se pone el sol cada tarde en espectáculos únicos e irrepetibles.

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