Tocando nuevamente el cielo. El Benicadell
La carretera que lleva a Beniarrés es, y era, estrecha y
curvada. Enroscándose al paisaje la pista, tanto como el propio vehículo
ascendían hacia el sol de la mañana. El autobús, entonces un medio común en los
desplazamientos, era metálico, ruidoso y tosco, propio de la década de los
setenta en los que España era un país Mediterráneo recién salido de una larga
dictadura, donde vivíamos todavía inmersos en los vaivenes de los cambios
políticos en plena resaca tras la muerte de Franco. Once de diciembre de 1976.
La niebla ayer, un sábado de 2015, jugueteaba traviesa con
la luz y las formas de las imponentes paredes de roca del Benicadell. El camino
de mulas serpentea entre la vegetación de umbría hasta llegar a la casa
forestal que recordaba de mi primera visita. Al fondo del camino, ya a la
altura de la nube, el sol creaba una pantalla de amarillo pálido que destacaba
las siluetas de las copas y los troncos del oscuro pinar.
El padre Ribelles, todo un referente de mi temprana
adolescencia, desconocía el camino y nos llevó desde la parte más alta del
puerto, subiendo una pequeño colina hasta un barranco desde el cual ascendía
una empinada torrentera. Arisca y pedregosa ascendía hasta la cumbre de la
montaña encajonada entre dos crestas que configuran ese aspecto tan particular que recuerda a
una escalera en la vertiente este del Benicadell.
La Penya Cadiella, el lugar donde el Cid Campeador se
refugió en una de sus correrías por los antiguos dominios musulmanes, así se lo
traducía al inglés a mis compañeros de ascenso que una y otra vez me
preguntaban si había estado en alguna ocasión. Sí, les contestaba, fue en 1976,
cuando el ministro franquista Oriol y Urquijo fue secuestrado por los GRAPO.
Fue un 11 de diciembre de ese año, a cuatro días del referéndum para la reforma
política. Los niños que éramos, influidos por el ambiente político de aquel
año, cantábamos a gritos, con poco conocimiento de causa, la persistente
canción que animaba a los españoles a votar: “Habla pueblo habla”.
Treinta y nueve años han pasado.
Treinta y nueve años han pasado.
-David ya no aguanta tan bien estas marchas-, me comentaba George. David, uno de los líderes indiscutibles del grupo, enamorado de nuestras montañas, quiere morir con las botas puestas, caminando hasta que las piernas no den más de sí y vuelva a ser sustancia primigenia. El resto de ingleses, a buen paso, siguen el ascenso mientras yo vibro con una nota sostenida entre nubes y valle, con esa belleza efímera de la nube que acaricia el risco y se viste de luz al toque de un rayo solar.
Recordaba en mi camino el ascenso de 1976. Fue un día
soleado que aparece como lleno de luz y color en mi memoria. No había, en
realidad, nada parecido a una senda. La cascada de rocas sueltas impedía toda
vegetación y, con ello, permitía aparentemente el ascenso por una zona libre de
carrascas. Fue un trayecto mal calculado y peligroso considerando que no se
sabía realmente si llegaríamos arriba por un camino razonable. Uno de mis
compañeros, Andrés Escrivá, perdió ya casi en la cumbre el pie y cayó hacia
atrás. Viéndolo venir me falqué en la roca y evité que ambos rodáramos cuesta abajo. Tal vez
pudo haber sido un momento en el que nuestro universo particular se hubiera
detenido cerrando un ciclo de vida y muerte antes de que nos llegara el futuro.
No fue así y coronamos el Benicadell finalmente.
Tengo cincuenta y dos años, ya una parte considerable de la
vida recorrida, a mis espaldas. Ayer me sentía eufórico, vivo, profundamente
vivo mientras aceleraba desesperadamente el lugar donde la tierra toca el
cielo, entre llamaradas de niebla que ascendían desde el valle de Perputxent y
saltaban el collado final antes de la pirámide de piedra desnuda que corona la
montaña. La fortaleza en la ascensión, probablemente el baño de endorfinas que
inundaban mi cerebro me impelía hacia arriba. Por el sur el valle actuaba como
una inmensa olla de vapor repleta de nubes de un blanco prístino que cegaba la
vista. Arriba, arriba, arriba. Unos pasos más y toqué el punto más alto del
vértice geodésico con mis padres, ya fallecidos, en mi memoria. No se si como homenaje o sintiéndolos más cerca de mí.
Siempre he dicho que hay que superar los malos momentos para disfrutar de ese instante en que vas a ver de nuevo que merece vivir. Allá, instalado en los
cerca de mil trescientos metros sentía toda esa energía que surge de la roca y
la lejanía de un mundo casi nunca tan bondadoso como sugería la distancia.
Aquel otoño de 1976 el país se preocupaba por el incierto
panorama político, ahora la duda está en la globalización, el cambio climático
o las próximas elecciones también en diciembre. Bajamos posiblemente por donde
este sábado de 2015 ascendimos. La noche se cernía sobre el paisaje en uno de
los días más cortos del año. Desde la casa de los forestales fuimos hasta Salem
y andando llegamos a Castellón de Rugat. El padre Ribelles llamó por teléfono a
los padres de algunos de nosotros y pidió a varios camioneros que nos acercaran
hasta casa. Mis padres estaban ya preocupados por la tardanza. Además, por si
fuera poco, la perrita caniche negra de mis tíos, que cuidábamos esos días se
había escapado por la reja de la calle y nunca jamás supimos más de ella.
Voy caminando taciturno por la pista forestal preocupado porque se hace tarde y me esperan en casa para comer. Tengo que traer de vuelta a Rótova a dos de mis compañeros de excursión y ello me retrasará más. Ellos van por delante y por detrás sumidos en sus conversaciones en un idioma que dejo de entender en cuanto aceleran hablando entre ellos. Yo camino rápido esquivando rocas sueltas entre los bancales que señalan la herencia de los que antes pasaron por allí. En la cumbre el sol se filtra nuevamente entre nubes. Hago una foto y creo que atrapo el momento cuando sólo capturo una imagen también destinada a disiparse, un día, dentro de una memoria magnética.
La vida ha pasado a una velocidad pasmosa. Los ciclos del
tiempo ha traído y llevado miles de personas que han entrado y salido en mi
vida como rayos cósmicos que llegan desde algún lugar remoto y atraviesan los
cuerpos, las piedras y la montaña en ese caos de materia que se hace, deshace y
rehace como las esquirlas de niebla, sin que la soledad, la nostalgia o los amores perdidos puedan realmente
influir, más allá de nuestros efímeros sentimientos.
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