Sardinas en lata

En el metro de París no cabía ni un alma. Empecé a sospechar la situación en cuanto bajé al andén 43 de la Gare du Nord y vi la multitud que se agolpaba a la espera del próximo B3 con destino al aeropuerto Charles de Gaulle. Por la manera en que vestían se podía suponer con bastante facilidad que todos teníamos la misma meta: la feria global de la alimentación.
El género humano pierde a la carrera formas y elegancia cuando se convierte en muchedumbre. Efectivamente los empujones se sucedieron sin más ceremonias ni más malhumor por parte de los afectados en cuanto llegó el primer tren. Un cálculo rápido me permitió entender que no sería aquel mi metro sino como mínimo el siguiente. La tolerancia ante una situación desagradable aumenta cuando se ven los vagones llenos y la masa humana crece y crece. El cerebelo impulsa el instinto irracional y la adrenalina rompe amarras con la paciencia. Me preparé para el asalto y clavé el pie en el escalón hasta que con esfuerzo y a empellones me agarré a la barra al otro lado de la puerta. Mi brazo atravesaba los cuerpos a escasos centímetros de una rubia bajita rodeada por el brazo protector de su acompañante. Si pensábamos que no cabía un alma estábamos bien equivocados. Indefectiblemente en cada estación subían el doble de los que bajaban hasta compactar increíblemente el espacio. Una chica oriental que hablaba en francés subió disculpándose por entrar, pero era ya el tercer metro que perdía y se había decidido. Su cuerpecillo frágil quedó atravesado entre un gigante finlandés, una rubia de pelo rizado y a pocos centímetros de mi cara. Un negro de un “banlieu” (los suburbios parisinos) subió, ante las protestas de todos, cuando visiblemente ya no cabía, se apalancó en el quicio de la puerta y haciendo presión con su trasero consiguió compactar más la masa de cuerpos hasta que consiguió hacerse el hueco necesario para que la puerta cerrara sin atraparlo a él mismo.
Digamos que tuve suerte relativa aquel martes de octubre puesto que había conseguido en una de las paradas, moverme un metro y poner mi espalda contra uno de los paneles traseros de los asientos. En este lugar sólo me empujaban por uno de los lados.
Una gran ciudad es un organismo extraño. La multitud es casi siempre anónima y salvaje. Atravesar los andenes de la Gare du Nord es cruzarse con miles de caras huecas a la busca de un destino físico y espiritual. Blancos de traje chaqueta, americanos en París, estudiantes mochileros, desarrapados hijos de la emigración, franceses de segunda generación elegantes como los de primera división, parisinas de rasgos latinos, exquisitas como una modelo y todos ellos cruzándose como chispas en un acelerador de partículas en la tercera estación intermodal en tráfico del mundo. ¿A dónde vas? ¿Quién eres? ¿Qué haces?. El florista ordena sus plantas en su pequeño espacio, la empleada vende aburrida cientos de entradas y mientras los tornos y las puertas ordenan por segundos los flujos humanos que van y vienen.
Los grandes bulevares, probablemente el de Montmatre, son las once de la noche, alguien se ha acercado a un borracho que yace en el suelo con una botella de Jack Daniels. No sé porqué pero aquel tipo estaba fotografiando con su teléfono la ruina humana a la que nadie prestaba demasiada atención. El instinto solidario reclama hacer algo, pero la botella de alcohol y el comportamiento del resto de viandantes endurecen el corazón y se aplica la ley de la ciudad donde cada cual va a la suya. ¿Siempre? No, una anciana subía a un taxi cerca de la Gare du Nord, un traspié la hizo caer y se veía visiblemente confusa y dolorida. Rápidamente dos o tres viandantes cercanos la ayudaron a incorporarse y otros diez quedaron en un círculo concéntrico que se deshizo tan pronto como vieron que otros se habían ocupado. En la ciudad del sistema métrico los patrones de medida humana son flexibles y relativos. Un borracho muerto en los bulevares no llama la atención, la ley implacable le ha condenado sin juicio a la soledad y al destierro en medio de la masa.
Si en un ascensor alguien se nos acercara a la distancia del metro parisino nos sentiríamos agredidos. En medio de la masa que lucha por llegar al mismo destino la cercanía es una necesidad y confundidos sonreímos a los demás en esta torre de Babel moderna.
Paris es un buen ejemplo de la ciudad global. Tan bella como cruel, a veces jardín versallesco, a veces pura jungla tropical. El ser humano puede ser cordero en el rebaño, otras lobo estepario o tal vez león en su manada. Territorios, clanes, privacidad, soledad y encuentro. La sociedad ha escrito sus leyes sobre el asfalto de las grandes avenidas, morirás sobre cartones o comprarás en Cartier. A escasos metros ostras y champagne contrastan con el whisky y muerte. Todo depende del extremo en el que la vida te haya colocado. En el centro de la pirámide social la gran masa se apiña en las grandes torres de los suburbios, viaja en metro y compra en Carrefour. Entre la vida y la muerte.

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