Hacia el norte y, por fin, hacia el sur.
Killmore Quay se desperezaba bajo los rayos del sol en ese ciclo interminable, siempre igual y a la vez completamente diferente. Los visitantes ocasionales, ese grupo efímero de vecinos que lo fue durante apenas unos días, se apresuraba a partir.
La claustrofóbica habitación compartida cargada de humedad y desorden se había convertido en campo de operaciones. Las maletas abiertas parecían cofres desbordados por la vida de cuatro días. Había mochilas en el suelo, ropa sobre la cama y un enredo de cables, cargadores, teléfonos y cachivaches tecnológicos que esperaban su turno para ser acomodados como piezas de un rompecabezas. La escasa empatía de Ryanair con sus clientes, más el celo en los controles de seguridad y el descontrol de las maletas en los intestinos de los aeropuertos, obligaban a una preparación meticulosa que rozaba la logística militar. Desayunamos de pie, sin café caliente, rodeados de bolsas y prisas.
En el patio del hotel, junto a unas mesas de madera, se reunía el grupo. Las maletas formaban pequeños montículos al sol. Tras la cena de la noche anterior, y después de tantas conversaciones cruzadas, ya nos unía cierta complicidad: la clase de camaradería efímera que solo surge en los viajes compartidos.
El día había amanecido soleado con una capa de nubes altas que en algún momento ensombrecían el verde paisaje irlandés. Las carreteras rurales, estrechas y caprichosas, parecían diseñadas para que en cada curva uno se asomara a la duda. El chófer un tipo enorme y barbudo, no mostraba el menor signo de inquietud. La conducción por la izquierda añadía un matiz extraño a la experiencia: la lógica particular de la herencia británica. Pasábamos por casas aisladas, todas con su coche aparcado junto a la puerta, como símbolos del bienestar de sus propietarios.
El camino se volvió cada vez más angosto, parecía que la misma naturaleza quisiera proteger su secreto. El pequeño autobús avanzó entre setos hasta que, al girar una curva, apareció la laguna. Era como si el paisaje se hubiese abierto para formar una lámina de agua rodeada de vegetación. En el fondo, sobre la laguna, campos de cultivo y praderas ondulantes, granjas y naves desperdigadas y aerogeneradores casi sobre el horizonte girando con solemnidad mística como gigantes absortos en su tarea.
Tacumshin Lake es una albufera ubicada en el condado de Wexford, resto de lo que un día fue un golfo marino hoy colmatado. Cada época del año es allí completamente diferente. En el otoño de la laguna de Tacumshim hay días en los que los cielos se oscurecen de gansos que llegan desde el norte, huyendo de un invierno que está al acecho. Las orillas se llenan de vida con la llegada de zarapitos, archibebes y correlimos. Es la estación del tránsito y la espera.
En los meses fríos y oscuros del invierno irlandés, el paisaje se viste de brumas y frío, pero también de vida. Gansos y anátidas hibernantes se cuentan por centenares. Hay una larga lista entre las que destacan las cercetas, el pato cuchara, el porrón común, y grupos imponentes de cisnes cantores.
Luego, con la primera luz de marzo, algo despierta. Se escuchan los trinos del chorlitejo chico o la voz rota de la avefría. Otras aves regresan para quedarse, para anidar entre los juncos. El lago en entonces en un escenario invisible donde la vida reescribe su guion. Es un momento ideal para disfrutar del comportamiento nupcial y los cantos.
El verano llega con su exceso de luz. En estas latitudes los días se prolongan sin parecer querer acabarse. Algunas aves ya parten. Otras cuidan a sus crías. Hay garzas, espátulas, agachadizas. Y, con suerte, alguna rareza inesperada: una limícola americana, un ibis errante, una gaviota que ha cruzado océanos.
Aquel día, sin embargo, la suerte era más modesta: algunas bandadas de patos, un par de cisnes que surcaban el aire y un bisbita común que nos observaba desde lo alto de un poste. Caminamos por la orilla, ida y vuelta, con la luz deslizándose lentamente sobre el agua, y nos despedimos del lugar con la sensación de haber llegado tarde a una cita con algo más grande.
El paisaje escapaba rápido a los lados como una metáfora del tiempo: el futuro por delante y el pasado perdido a nuestra espalda. En poco más de una hora llegamos a nuestro segundo destino ya cerca de Dublín, el Valle de los dos Lagos —Glendalouhg en gaélico—. Era domingo y el aparcamiento estaba repleto de vehículos y decenas de visitantes estaban desperdigados por los senderos.
Glendalough es una hendidura glacial trazada por la paciencia de los siglos en el corazón de las montañas de Wicklow. El hielo, al retirarse, dejó en su lugar dos lagos encadenados entre peñascos y praderas en un entorno que parece perfectamente compuesto para la fotografía o el cuadro impresionista.
El lugar está ligado a la vida de San Kevin joven noble de Leinster, el cual en el siglo VI abandonó la vida cortesana para entregarse al retiro espiritual. Eligió una cueva sobre el lago superior, donde vivió durante siete años en completo aislamiento. Dicen que un mirlo anidó en su mano extendida mientras oraba, y que no se atrevió a moverse hasta que nacieron los polluelos. De ese gesto brotó una ciudad monástica.
Entre los siglos IX y XII, Glendalough fue uno de los principales centros religiosos de Irlanda. Se erigieron iglesias de piedra, una catedral, casas comunales, y sobre todo, la torre circular de treinta metros, que fue erigida como defensa a los saqueos vikingos . Aún hoy se alza altiva como faro espiritual tocando un cielo de un azul intenso.
Durante su esplendor, Glendalough albergó manuscritos, talleres de copia, y una vibrante comunidad de eruditos y creyentes. El “Libro de Glendalough”, un manuscrito del siglo XII, es testimonio de esa riqueza intelectual. La doble puerta de entrada –única en Irlanda– y las pequeñas iglesias diseminadas entre los árboles evocan la vida de una comunidad que entendía la fe no como huida del mundo, sino como forma de habitarlo con humildad.
El ocaso de Glendalough llegó en 1214, cuando fue absorbido por la diócesis de Dublín. El monasterio cayó en ruina, y las piedras sagradas se cubrieron de musgo y silencio. Sin embargo, nunca fue del todo olvidado. Hasta bien entrado el siglo XVIII se celebraban aquí los llamados pattern days, fiestas populares en honor a San Kevin, donde lo pagano y lo cristiano se mezclaban sin escándalo.
Con la llegada del romanticismo y el redescubrimiento del pasado celta, Glendalough renació como lugar de peregrinaje artístico y espiritual. Pintores, poetas y arqueólogos acudieron a recuperar sus formas medio devoradas por el tiempo. En 1875 comenzó la restauración oficial por parte del Board of Public Works. La belleza del sitio se impuso nuevamente, esta vez como patrimonio a conservar.
El parque, un lugar precioso, se nos mostraba por momentos sombrío, incluso con intensa lluvia y rápidamente en pocos minutos luciendo sus colores con intensidad bajo un sol primaveral. A veces pienso que viajamos no para conocer más lugares, sino para descubrir cuántos mundos distintos caben dentro del mismo. Y cuántos quedan atrás sin darnos cuenta.
También aquí el turismo ha dejado sus cicatrices. El asfalto, las multitudes, la prisa por ver, fotografiar y marcharse han domesticado el misterio. Como escribió Seamus Heaney, “la belleza habla —hablaba— en voz baja para no molestar a la eternidad”. Hoy, esa voz compite con las cámaras de los teléfonos, el cacareo de cientos de visitantes y sus pasos apresurados. Regresamos al autobús. No quedaba tiempo para más. Apenas una hora, cuando lo que el valle pedía era un día entero y, con suerte, un poco de silencio.
Contrastes, vivencias, nuevos amigos, perspectivas diferentes. El viaje en realidad había terminado y esto únicamente eran retazos, propinas menores en una experiencia de cuatro días.
El paso por el aeropuerto fue una pesadilla entre una multitud que cebaba los aviones que salían despedidos como en una centrifugadora a cualquier otro lugar del mundo.
La facturación, realizada por los propios viajeros, sin ser difícil, tiene que ser entendida, lo cual no siempre es así. El control de seguridad se ha convertido en un trámite necesario que puede ser farragoso o sencillo dependiendo del azar. Controles antidrogas, todos los objetos en la bandeja, la cámara y el costoso material fotográficos, en una bolsa navegando por los carriles, las botas también en un viaje independiente. Los funcionarios no miran a los ojos del viajero, pero te examinan. Con cara de póquer, observan el tráfico de equipajes de mano, exigiendo cualquier requisito entre una riada de bandejas grises y decenas de viajeros cruzando la puerta. En algún momento las alarmas suenan y el turista, tan obediente como abrumado, ha de volver a pasar la invisible exploración con los brazos levantados — esto es un atraco — y con esa sensación kafkiana de haber cometido un delito sin saberlo.
Los aeropuertos parecen hoy en día ensayos de pesadillas futuristas. Son lugares donde con la excusa de la seguridad aceptamos cualquier exigencia, incluso perdiendo la dignidad. Las terminales son ya un templo del consumo donde los productos, iluminados con una intensa luz blanca, exigen acompañar a los viajeros.
Suben los tubos metálicos a toda velocidad, cargados de ganado ordenado en espacios mínimos sobre el mar de Irlanda. Suena persistente el llanto de un bebé. No, viajar no es siempre un placer. Uno descubre demasiado tarde que volar es, en realidad, una forma elegante de ser tragado por un mundo cada vez más autoritario.
En el vuelo de vuelta, sobre el mar de Irlanda, todo parecía haber pasado muy rápido. Pero aún quedaba algo. La vida tranquila y sencilla de Kilmore Quay. La imagen de un lago, una duna bajo la lluvia, un frailecillo suspendido en el aire o un grupo cantando alegremente bajo la lluvia. Y esa certeza difícil de nombrar: la de haber aprendido, aunque sea por un instante, a mirar mejor el mundo.
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