Toda una vida
Aurora recordaba cuando
iba al campo, como todos los días. La primavera parecía haberse instalado dos
semanas antes en aquellos días finales de un invierno que parecía no serlo.
Desde que murió su marido ella iba al campo y continuaba con el huertecillo.
Tomates, patatas, lechugas, zanahorias e, incluso, algún huevo de las gallinas
que tenía en una casita de obra que su marido, Miguel, había construido.
Siempre habían sido labradores, por parte de padre y madre, pero la carencia de
ocupación a principios de los sesenta los había llevado de muy jovencitos a Francia.
Ella vivía allí arriba de
una casa de burgueses en Paris, en las que se decían las “chambres”. Había dos
chicas más españolas, de Zamora y de Cáceres, por más señas y, a pesar de que
se trataban cómo si fueran una familia, Aurora prefería juntarse con las amigas
del pueblo, dispersas por los “arrondisements” de la capital francesa, los
domingos a la puerta de Notre Dame. Iban a misa y, aunque no entendían lo que
decían, no pasaba nada, el cura la hacía en latín como en el pueblo. Esto sí,
cuando hacía el sermón en francés la cabeza volaba hacia este pequeño valle
escondido en el interior de Alicante donde en primavera florecían los cerezos
por todas partes. Las cartas de estilo ceremonial y en este castellano que la
maestra del pueblo les había enseñado, iban a casa de los padres y volvían en
forma de una caja que Camilo, el transportista del pueblo, le hacía llegar en
sus viajes al mercado de Rangis cargado de naranjas de un almacén de Pego.
La familia, los Dumont,
burgueses franceses ilustrados y acomodados, la trataba con amabilidad. Era
finalmente la criada, pero acogida con el respeto de una familia culta y de
ideas igualitarias. Incluso Aurora tenia tanto cariño hacia las dos niñas y el
niño como si fueron auténticos sobrinos. Incluso, algún año, invitó a la
familia a visitar su casa en las vacaciones. Con una roulotte, así le decían los
franceses, y un impresionante Citröen tiburón, fueron un año a las fiestas del
pueblo. En casa de Aurora hicieron fiesta grande al recibir los señoritos con
paella y buen vino traído desde Xaló. La mayor de las francesitas rompió más de
un corazón en el pueblo y dicen que Evaristo fue a Francia con la esperanza de
poderla encontrar, pero acabó casado con una griega de cabellos negros y no
volvió más.
Uno de los domingos a la
puerta de Notre Dame, paseando al lado del río Sena, los chicos y las chicas
del pueblo que habían emigrado a París se encontraron. Miguel y Aurora ya se
conocían de antes, pero siendo él unos siete años mayor cuando había marchado a
la mili y ella todavía una niña que jugaba con muñecas, no había habido ninguna
química. Tal vez fuera el aire de la vieja Lutecia, tal vez el trino de los
gorriones excitados por la primavera y con las hormonas disparadas o el vuelo
de las golondrinas. Quién sabe si no fue el encantamiento de la ciudad del
amor. El caso es que decidieron casarse.
La boda en el pueblo fue
fiesta grande. Con unos pocos ahorros pudieron hacer la celebración al corral
de casa con unas mesas largas, con papas, aceitunas, almendras y una gran paella
que guisó Doña Paquita, la vecina de la calle de arriba y madrina de Aurora.
Volvieron con el autobús
a Paris e iniciaron una vida de pareja. Al principio Aurora iba a casa de los Dumont
y todavía lo haría unos cuántos años. Finalmente, Miguel, obrero de la
construcción, ganó bastante para poderse permitir volver a España. Compraron la
casa en el pueblo. Los vínculos con Francia se disolvieron de forma natural.
Los Dumont pasaron a ser un recuerdo y la pareja hizo su vida en el pueblo con
una buena casa y unas tierras que los ahorros les permitieron. Miquel continuó
de obrero, jefe de una cuadrilla, que iba y volvía a la zona costera de la
Marina Alta a hacer chalés. Al fin de semana volvía a sus raíces labradoras más
por gusto que por necesidad.
Desgraciadamente no
tuvieron descendencia y, cuando murió Miguel por un tumor, Aurora quedó sola en
una casa que parecía inmensa. Pero ella, animosa y fuerte, cogía la bicicleta e
iba todos los días al bancal a hacer sus verduras y a cuidar de los animales
que tenía. La pensión de Francia y la de España le permitían una vida tranquila
y sin ninguna apretura. La vida en el pueblo todavía tenía medida humana y,
entre ir a misa con las vecinas, hacer actividades con el cura y ver la tele,
los últimos años de Aurora transcurrían con una paz dichosa en una tierra que
parecía bendecida por la mano de Dios.
Hacía de ello dos
semanas, era sábado, Aurora iba al huerto por el camino tradicional que antes
unía los pueblos, andando, puesto que hacía un tiempo tenía miedo de caer de la
bicicleta. No se extrañó al ver aquellos muchachotes con ropa colorida y
mochila. Buscaban el siguiente pueblo y le preguntaron si iban bien. Amable como
era, se ofreció a acompañarles. Siempre era bueno hacer una tertulia y aprovechó
para saber que eran de Madrid y habían venido a disfrutar de la belleza del
valle. Eran gente educada y simpática y Aurora los invitó a ver su huertecillo.
Cogió unos tomates, para ella los mejores del mundo, y se los regaló poniéndolos
en una de las bolsitas que ella reservaba para dar a los que pasaban a hacer la
visita.
Suena un motor y se escucha
el burbujeo del oxígeno al respiradero. Aurora solo puede disfrutar de un hilillo
de aire en unos pulmones que silban y no dejan respirar más allá de lo justo.
La fiebre la tiene en un estado de adormecimiento y los medicamentos todavía
hacen que la vista y los sentidos estén más enturbiados. El hospital está lleno
de gente: los extraterrestres que andan y los que yacen en literas aparcadas.
Ya hace dos días que está ingresada desde que una ambulancia la llevó en el
Hospital de Denia. Por instantes está consciente y los pensamientos siempre
vuelan a aquel huertecillo en la falda de la Sierra. ¿Quién le dará de comer a
las gallinas?, piensa con desesperación.
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