Sueños de agua
Nuestras vidas son los ríos
que van a dar en la mar,
que es el morir:
allí van los señoríos,
derechos a se acabar
y consumir;
allí los ríos caudales,
allí los otros medianos
y más chicos;
y llegados, son iguales
los que viven por sus manos
y los ricos.
Jorge Manrique
El pantano: negro y oscuro. El lugar donde agua y tierra se
hacen fango, se funden en una pasta negra que se hará fértil o será energía en
millones de años. Ya lo sabía Dios cuando modeló a Adán. Venimos de esa mezcla
confusa de materia i líquido que se hizo vida en mares prehistóricos.
Como si fuéramos Blasillo y Cosme, los personajes de Forges
que van filosofando por el campo, Salva, mi compañero y yo mismo íbamos cada
día por las sendas, todavía de huerta, que unían el barrio de Sant Josep de
Valencia con la Universidad Politécnica en el Camino de Vera. Entre las
acequias y caminos recuerdo que hablábamos de la sequía que había aquellos
años. —Y no llueve xe—, decíamos, y
razonaríamos, a continuación, sobre la importancia del agua para los cultivos.
De hecho, pisábamos una zona de huerta a punto de ser tragada por la que hoy son
la Avenida de los Naranjos y las nuevas facultades. Entonces eran campos de
cebollas, de vez en cuando inundados por un agua que era sucia, de depuradora,
y no cristalina como estaba acostumbrado a ver por los campos de la Safor.
En una tierra mediterránea como la nuestra acabamos asumimos
que el agua es parte inseparable de nuestra existencia, del pasado, del
presente y del futuro, de la vida y, como no, de la muerte. Vivimos rodeados,
sin darnos cuenta conscientemente, de una sábana protectora de agua. Desde la
que llega a casa por oscuras y desconocidas cañerías subterráneas hasta aquella
que lanzamos impura por las arterias de las poblaciones, vivimos ignorantes de
nuestra dependencia. Somos como niños que ven el mundo con la naturalidad de
aceptar el que hacen los adultos para que todo funciono e ignoramos que la
civilización depende de su llegada continúa a los lugares donde elegimos hacer
hogar.
A pesar de que en el día a día nos olvidamos de ella, somos,
de una u otra manera, conscientes de su fuerza y peligro. El primer trauma
infantil, uno de mis primeros recuerdos, fue al ver desconsolado como mi
caballo de cartón, montado sobre una plataforma de madera con ruedecillas,
abandonado con descuido infantil en el patio, se deshizo por la lluvia. Aquel
patio hundido entre paredes, que se llenaba en días de lluvia de un agua que
desaparecía por el misterioso sumidero bajo del lavadero, casi una cuevecilla
natural con musgo y delicados helechos. En otros tiempos mi madre hubiera ido
al río o al lavadero, pero en los sesenta el agua corriente era ya habitual en
todas las casas. Mi madre, pues, aprovechaba el sobrante de agua que rebosaba
del depósito y llenaba la pila, para lavar la ropa frotando sobre la superficie
ondulada con jabón. La ropa blanca quedaba libre de los elementos impuros que afectan
a la dignidad social. Nunca mejor dicho en aquella expresión “Lavar los trapos sucios
en familia”. El agua en su función purificadora en ese eterno ciclo de ir y venir
de la tierra al mar y de esta al cielo. Cosas del destino, mi abuela Amparo le
compró la primera lavadora a mi madre y lo que había sido una ceremonia humana
se convirtió en la tarea automática de un monstruo con rabo eléctrico y
alimentación de agua vía sonda.
En los primeros años de mi vida yo era casi anfibio. Mi
padre, nadador desde niño, nos enseñó a nadar en la balsa de riego de los
Konnicks, propiedad de la familia de su amigo Humberto. Entre algas y sumergidos
en aguas de verde esmeralda chapoteábamos felices, disfrutando del agua a veces
helada, que acabaría corriendo por los campos escoltada por batallones de libélulas.
Valiente, atrevido, inconsciente como son los niños, yo me lanzaba desde el
tejadillo del lavadero, haciendo volantines hasta que el agua me demostró con
un golpe de espaldas que tiene una cara amable y otra traidora. Mi habilidad
con el agua me llevó a mis años de nadador que recuerdo como una sucesión de
largos arriba y abajo, kilómetros y kilómetros, entrenando en un ambiente donde
solo oyes el ruido sordo de las burbujas y los movimientos del agua por el
trasiego de nadadores golpeando el líquido de áspero olor a cloro.
Cambié el cloro por el salitre obteniendo provecho, en esta
ocasión, de la cara traicionera del mar. Mi forma de ganarme el dinero con los
que pagaba mis estudios era ayudando a escapar de las zarpas de la mar a los
incautos turistas que se dejaban arrastrar por las pozas y las fuertes
corrientes de un Mediterráneo que parece siempre amable hasta que traga a los
bañistas como si una boca gigante sorbiera una cucharada de sopa con tropezones.
Mis habilidades me llevaron, finalmente, a ser monitor de natación enseñando a
niños y adultos a sobrevivir en un entorno no apto para los bípedos. Recuerdo
el comentario de una mujer adulta a la cual enseñé a nadar: — Ojalá hubiera
nadado todos los años que me he perdido por no saber— Controlar la naturaleza
nos permite disfrutar de ella y sentir la felicidad de ver como flotas en el
agua ingrávido es, probablemente, uno de los mayores placeres al liberarse de la
fuerza de la gravedad.
Y siempre las riadas. Cada cierto tiempo, vistas de niño desde
el patio de los Jesuitas. El río de lado a lado con agua de chocolate. Admirado
y temido a la vez. Apreciado por la novedad pero siempre a cierta distancia.
Me viene el recuerdo de "La pantanada de Tous" y esa sensación de emergencia
intuída por el silencio de una Gandia sin luz con mi abuela agonizando. Las
inundaciones en los años cincuenta de Valencia, siempre relacionadas con la muerte, por
aquellos años, de mi abuelo. La pérdida de la documentación de nacimiento de mi
suegra por culpa del agua que destruyó el archivo. Nunca más ha sabido con
seguridad el día en que nació. Otra vez el agua.
El primer día de trabajo como profesor en Burriana coincidió
con la inundación del 1987. Abandoné esa mañana Gandía y al llegar el mediodía
no pude contactar con el teléfono de casa. Las noticias que iban llegando, gota
a gota, hablaban de una ciudad con medio metro de agua por la calle Ferrocarril
de Alcoy. Mi primo volvió del instituto con el agua por la cintura y un solar
del tamaño de un campo pequeño de fútbol y profundidad de dos pisos se llenó en
menos de una hora. El agua marca hitos temporales inolvidables en nuestra
tierra.
Sueños de agua. Recuerdo la desesperación en los momentos
más dolorosos de mi vida, cuando mi madre estaba enferma, la crisis económica
mostraba sus zarpas y los problemas familiares me acosaban. Aquel verano en el
agua clara de la piscina, como un feto en el líquido amniótico, con los ojos a
las nubes y al cielo me sentía solo, desesperado, incapaz de llegar a ese
universo frío de azul y algodón indiferente al dolor.
Dicen los obreros que de las reparaciones más complicadas
son las filtraciones de agua. Se sabe por dónde salen, pero nunca de donde
vienen. No sé porque tengo un sueño recurrente donde mi casa, que no es
realmente la mía sino una diferente, sufre de filtraciones que están echando a
perder techos, paredes e incluso estructura, dejando a la vista la decadencia
del paso del tiempo. Es un sueño que me acompaña desde la muerte de mis padres.
A la madurez de los cincuenta años se adivina que la muerte es una presencia
que ronda la vida. Igual que esa tortura denominada la gota china el agua
representa ese inexorable paso del tiempo, esa gota expresada en segundos que
va arruinando la salud. Como en una filtración el organismo sufre ese desgaste
cotidiano que hace que finalmente la casa de nuestra alma caiga en una decadencia
inevitable. La gota que colmó el vaso de nuestra vida, sería la misma muerte.
Ha llovido mucho estos días. Soy un hombre de cincuenta
cinco años pero siempre inquieto como el niño que fui. Voy investigando, ahora
que la vida me lo permite, los caminos del agua civilizada por la mano de
nuestros antepasados: Molinos, acueductos, puentes, lechos del río, acequias,
partidores, hilos. Todo un vocabulario a punto de morir con tres palabras:
riego por goteo. Qué memoria más corta tenemos.
Ayer me levanté con hambre después de días de lluvia. Podía
y quería ver como el agua brotaba por las paredes del Racó del Duc y como el
salto de la Font de la Mata dejaba caer el agua. Tomé la plataforma del tren, y
crucé los túneles del viejo ferrocarril de los ingleses que goteaban con el
agua filtrada por la piedra. Pasé junto al azud que dejaba caer espuma blanca y
agua escapando alegremente hacia el mar. Siempre, desde las excursiones con
doce años había oído hablar que en días de lluvia la fuente se convertía en
una cascada tan poco habitual en la Safor. Decidido entré al misterio del
barranco y entre pozas de agua esmeralda llegué al rincón misterioso donde el
agua se hace religión. El rincón de agua donde seguramente una doncella sale
cada ciento años, una noche de luna llena, para llorar su desgracia.
Ninguna metáfora literaria mejor que la de Jorge Manrique.
Efectivamente nuestras vidas, que empiezan en el líquido amniótico, son ríos, y el
agua nuestra compañera a veces amable y otros cruel destructora que todo lo
arrebata.
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