Tambores de Guerra y cánticos a Dios
La multitud
penetra por las calles al corazón de la Valencia romana. A medida que se entra
en la plaza de la Virgen de Valencia, el segundo domingo de mayo, a eso de las
diez y media de la mañana, se encuentra uno inmerso en un mar de cabezas que
componen un tapiz de puntos de colores que vibra y se agita como un panal de
abejas.
Desde dentro de
la basílica, justo antes de que sea sacada la imagen, se oye el coro de voces
que tararean el Himno Regional justo después de cantar a la Virgen de los
Desamparados y de vociferar loas inflamadas de fervor.
Entre la multitud
se abre paso una comitiva municipal, por el otro lado un desfile de canónigos y
varios policías en uniforme de gala. Todos entran en la basílica. Un mendigo
con su carrito con ruedas cruza la plaza como un apestado. No necesita escolta
que le abra el paso. Con asco y casi con violencia la gente se aparta. Él
parece pasar en una dimensión paralela donde nada de lo que está ocurriendo le
afecta.
Por fortuna el
sol cae tamizado por una ligera capa de nubes altas y la brisa que llega del
mar evita los desmayos previsibles por la ausencia del toldo que otros años
refrescaba la plaza. Cada vez más gente se apretuja cerca de la puerta, algunos
discuten con los policías municipales que les impiden subir a la tarima, otros
pelean a codazos por un sitio mejor. Alguien fuma y el humo se cuela en los
pulmones de los que están a sotavento.
Cuando la imagen
sale se dispara la histeria. Las miles de cámaras de los teléfonos se sitúan
sobre las cabezas como si de un brindis al sol se tratara. Fieles en pleno
éxtasis se dirigen agitando los brazos a la multitud y dirigen el coro de
gritos. Empieza el salvaje vuelo de niños que como paquetes son llevados en
cintas transportadoras hasta que tocan el manto. El horror y el miedo se pintan
en su cara ante la mirada complaciente de los adultos.
La imagen pasa de
mano en mano en mitad de la multitud vibrante y da la vuelta ante la mirada
atenta de las familias de la mejor burguesía capitalina que dominan la plaza
desde los balcones. La eterna historia de los de arriba y los de abajo. Otros
años se ha visto alguna inmensa bandera ondeando alrededor de la imagen.
Al levantar la
vista, en el balcón de la casa del vestuario, los políticos que han hundido
esta tierra en la miseria intelectual y moral siguen ocupando su lugar visual
pero, me parece, con menos pose triunfal y un poco más comedidos que de
costumbre. Saben que los balcones son lugares de poder tanto como lugares desde
donde ser descabezados si el populacho se descontrola. Visto lo visto podría
ocurrir, pero saben que el público es, en esta ocasión, mayoritariamente
partidario. Visten las mejores galas y aprovechan el paso de la comitiva para
lanzar decenas de miles de pétalos de flor que llueven a contraluz.
Al otro lado de
la catedral, por la puerta románica, abierta de par en par, se deja ver el
rosetón de la puerta de los apóstoles. Una pareja de japoneses hace fotos
maravillado por la explosión de rituales. Una joven alemana cabalga a
horcajadas sobre los hombros de su chico. Baja orgullosa y segura de la fuerza
que da la belleza. En el altar, bajo el cimborrio de ventanas de alabastro una
pirámide de cuerpos y brazos agita pañuelos e intenta que se contagien de la
magia. El altar es abandonado por unos instantes en manos de una muchedumbre
fanática. Es el precio que ha de pagar la jerarquía católica para mantener ese
poder sobre las masas.
El retablo de
Juan de Juanes, los ángeles renacentistas de Paolo de San Leocadio y las
imágenes barrocas, rodean como en un torbellino visual la talla de la patrona y
elevan las emociones por la chimenea espiritual que escapa al cielo por arcos
apuntados.
Religión,
política y nacionalismo se convierten juntos en esa horma donde encajan esos
sentimientos de pertenencia a un grupo con más derechos que otros seres humanos.
Los israelitas, el pueblo elegido. Los musulmanes y su guerra santa. Futbolistas
ofreciendo el trofeo a la patrona, soldados bendecidos por capellanes militares,
Santiago Matamoros o la Virgen del Pilar.
La multitud se
pierde por las calles ignorantes de las peligrosas fuerzas que se han desatado
y se han disipado como una tormenta de verano. No es la primera vez, ni será la
última, que los cantos a Dios anteceden a los tambores de guerra.
Respeto todo sentimiento religioso pero yo lo encuentro en la cima de una montaña o en una noche estrellada.
ResponderEliminar