Paisajes berlineses

La noche se había cernido sobre un Berlín iluminado por decenas de rótulos luminosos. Bajo las vías, escondidos en una esquina tras un enorme pilar, una pareja elegante con cabello blanco propio de la madurez se besaba con pasión adolescente. El prisma del hotel, llamado en la era comunista Forum, y la omnipresente torre de la televisión, se asomaban tras las vías elevadas sobre su plataforma de ladrillo y arcos. En cada hueco bajo las bóvedas que soportan el suburbano se han instalado restaurantes que proclaman el fervor capitalista que surgió tras la caída del muro. Afuera, en una noche mucho menos fría de lo habitual, los alemanes insistían es disfrutar de las terrazas cubiertas y abrigadas con fogones incandescentes. Estaba en el este.

Scheunenviertel, el barrio tantas veces descrito por Joseph Roth, aparecía como un nuevo territorio a explorar. Ochenta y tantos años separaban sus pasos de los míos. Los nombres sólo eran un eco de un pasado muerto. El viejo barrio judío murió con la diáspora y el holocausto y apenas unos monumentos dispersos como muestra de arrepentimiento unen el pasado con el presente. El restaurante Orange tiene un techo alto y con adornos en escayola. Probablemente se trate del mismo local que existiera antes de la guerra. ¿Fue la tienda de algún judío? Ubicado junto a la gran sinagoga parece probable una vieja relación. Las manifestaciones de los nazis quemando las sinagogas tuvieron lugar frente a su inmenso escaparate. Al otro lado las balas marcadas en la piedra son prueba de los intensos combates en los alrededores. Las paredes callan miran mudas el paso de los personajes y el tiempo.
Ya no bajan viajeros nocturnos a pasar la noche en los baños turcos de Admirall Palast. Ahora son berlineses en busca de entretenimiento los que hacen cola entre los revendedores de entradas. Imagino que aquella ciudad de principio de siglo fue mucho más desgarrada. Entre bastidores científicos, pintores, cineastas, físicos, militares hervían de creatividad acumulando odio por una guerra mal cerrada, por un mundo injusto, por políticos ineficaces o por revoluciones contagiosas. Aquel era un mundo donde los pobres vivían entre piojos y casas de caridad. Una época pasada donde América era una promesa. La Kudam era un hervidero literario que se tragaba centenares de sueños de gloria. La misma asimetría entre la burguesía elegante y el lumpen del este. Aquella ciudad se preparaba para la guerra, esta lame como un gato las heridas en un tiempo de paz.
Todo un abismo me separa de las correrías de Joseph Roth. El certero hachazo que partió la ciudad nos sitúa en dos mundos diferentes, él -no lo supo entonces- hacia el exilio y el alcoholismo en París a mí en un mundo mucho más cómodo pero tal vez igualmente hacia el suicidio climático. Roth fue un hombre sensible a la humanidad, a las personas, a los sentimientos y es ahí donde la línea no se rompe. En mis recorridos hacia el trabajo, cabalgando en la serpiente de hierro miraba las ventanas y los balcones con la esperanza de localizar su muchacho con un gramófono o aquella niña que jugaba con arena. Tal vez es que era invierno y día de trabajo, pero sólo se llegaba a intuir parte de la vida más allá de las ventanas.
Los muros dan la espalda a las vías y algunos artistas han aprovechado para ofrecer una exposición permanente de arte moderno en la estación de Savigny Platz. Una de las imágenes muestra al miliciano de Alcoy, en plena guerra civil española, que cae abatido en un terraplén de Teruel. La fuerza de la fotografía de Capa ha congelado el momento del fin de una vida. Los viajeros lo ven como una imagen y no la persona que debió ser. Geografías lejanas unidas por las líneas de la vida, las casualidades, las guerras.
En los pasillos la multitud se entrecruza anónima, perdida en su propia ruta, sonrisas de complicidad y caras impávidas. Dos ancianas que parecen hermanas hablan animadas en su asiento. ¿Qué podrían contar de los años de la guerra? En un abrir y cerrar de puertas se trasvasan miles de rumbos y acentos. Una madre latinoamericana sube en una estación y la conversación en un castellano de ecos dulzones flota unos minutos. Su bebé agita el sonajero y otra parada los disuelve más allá del vagón. Tres viajeros se concentran en sus libros de bolsillo mientras un cantante callejero canta la rutinaria balada de todos los días y cuenta el mismo chiste del día anterior. Las miradas se pierden en el vacío para evitar cualquier posible comunicación. El vaso de plástico con monedas pasa de un lado a otro con poco éxito. Un tipo regordete, de manos blandas, pelo rizado y barbita parece que es el único que se apiada del artista y suelta un par de monedas. Su imagen se desmorona cuando suena su teléfono y se escucha la voz de Hitler en uno de sus discursos. ¿Habré escuchado bien?
Los alemanes creo que han cambiado como pocos pueblos en cien años. Sin salida ni justificación posible, con el horror de su propio pasado, han interiorizado su culpa exteriorizando con publicidad todos sus pecados. Las diferentes exposiciones que pueblan la ciudad de los recuerdos de los espantos vividos la convierten en un parque temático para curiosidad de los recién llegados. Una periodista de canal 33 de Cataluña hace su crónica de la Berlinale con el telón de fondo del muro de Berlín. Lo que fuera el Finisterre berlinés es hoy el decorado de las fotos de los turistas. Alemanes avispados hacen negocio con la iconografía del periodo soviético. En el antiguo reino de las alambradas un globo cautivo sube y baja como atracción ferial junto a un mercadillo dominguero. Más allá, en la Friedrichstrase dos soldados de pega se dejan hacer fotos con turistas. El Check Point Charly ya no tiene tanques apuntándose; afortunadamente los únicos disparos son los de las cámaras digitales que devoran realidad bit a bit.
La cúpula del Reichstag se alza más allá de los tejados. Figuras de visitantes se recortan sobre la espiral contra el cielo anaranjado. La estación de Friedrichstrasse cobija los trenes que cada minuto van y vienen. Tras una curva entre edificios aparece la doble vía cruzando el Spree más allá del solar en construcción. Los obreros con sus cascos deambulan como hormigas entre los encofrados. La ciudad se reconstruye a la vez que se desmonta. No muy lejos, frente a la catedral, el antiguo parlamento comunista desaparece año tras año al ritmo de un organillero que, dándole al manubrio, hace sonar valses imperiales. En unos años el que fuera palacio de los Hohenzollern volverá a ocupar el espacio que la guerra le arrebató. Ya no vivirá un emperador en él, reinará en cambio el capitalismo en forma de centro comercial y oficinas que ocuparan el espacio más allá de la fachada.
El paisaje de este Berlín es efímero. En un año no existirá la ciudad que he conocido. Berlín no existe, sus habitantes no existen. Este ya no es el Berlín de los años 20, ni el de los años del muro, ni siquiera el que fue el año pasado. Otros ojos verán otro paisaje, yo no estaré, mi Berlín no existirá. Tal vez esté por venir una metrópolis al estilo de Fritz Lang con vehículos voladores entre grandes rascacielos, pero solo será mía si yo estoy para verla. Será un espacio con el mismo nombre pero con otro corazón. El suyo, el mío.

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