Hacia el norte y, por fin, hacia el sur.

Killmore Quay se desperezaba bajo los rayos del sol en ese ciclo interminable, siempre igual y a la vez completamente diferente. Los visitantes ocasionales, ese grupo efímero de vecinos que lo fue durante apenas unos días, se apresuraba a partir. La claustrofóbica habitación compartida cargada de humedad y desorden se había convertido en campo de operaciones. Las maletas abiertas parecían cofres desbordados por la vida de cuatro días. Había mochilas en el suelo, ropa sobre la cama y un enredo de cables, cargadores, teléfonos y cachivaches tecnológicos que esperaban su turno para ser acomodados como piezas de un rompecabezas. La escasa empatía de Ryanair con sus clientes, más el celo en los controles de seguridad y el descontrol de las maletas en los intestinos de los aeropuertos, obligaban a una preparación meticulosa que rozaba la logística militar. Desayunamos de pie, sin café caliente, rodeados de bolsas y prisas. En el patio del hotel, junto a unas mesas de madera, se reunía e...